LUNES
Amaranta Pineda González se levantó ese día más temprano que de costumbre. Le ganó a los gallos, a Rubén Bravo con su bocina y hasta a Toney, quienes generalmente la despertaban.
Se asomó por el ventanal de su casa de dos plantas, que había mandado construir para cumplirse el viejo capricho de acostarse y despertarse con la vista del Balsas y su belleza imperecedera, belleza que se tornaba impetuosa y amenazante en Las Aguas.
Construyó su casa en la calle Benito Juárez, en un predio que había pertenecido a don David Fachas, en una de las cuestabajo que daba al río, en Zirándaro, Guerrero. Para poder disfrutar la vista que deseaba, pidió que la casa estuviera muy alta y que le podaran los árboles que estorbaran tal propósito, además, solicitó al arquitecto Favio Mora que el inmueble fuera construido para que resistiera las cíclicas crecientes de los ríos del pueblo.
Amaranta se despertó antes de lo habitual, porque la semana que empezaba ese lunes 29 de septiembre de 2014 era crucial para el resto de sus días y la ansiedad no le daba permiso de abstraerse mucho del mundo y su problemática.
A sus 53 años conservaba grandes porcentajes de la enorme belleza que se manifestó desde que era una niña. Creció consciente de esa cualidad física, pero bien sabía que la hermosura no era un signo distintivo mayor en una región de mujeres hermosas. Los genes zirandarenses parecían no tener fin, continuaban produciendo féminas lindas y gente de mucho corazón.
Amaranta era una mujer alta, tenía una hermosa cara ovalada, cejas pobladas, pero muy bien delineadas y tez morena; poseía un par de ojazos aceituna de magnetismo insoslayable, adornados de largas y rizadas pestañas. La nariz, su joya más preciada, era fina y pequeña, mientras que la boca de labios carnosos asemejaba una fruta madura en espera de un mordisco voraz; presumía una dentadura perfecta y una lengua experta, en cualquiera de los menesteres que le encomendaran: hablar de forma zalamera o enérgica y, sobre todo, acariciar.
Lucía una cabellera que le caía por debajo de los hombros, negra, con algunas canas incipientes que la hacían verse más interesante y atractiva.
El cuerpo seguía siendo el imán de casi todas las miradas masculinas. La naturaleza, pródiga en su belleza física, parecía empeñada en demorar el deterioro de ese bello organismo. Por lo mismo, Amaranta recibía, frecuentemente, múltiples ofertas de amores, de diversa índole.
Se llamaba Amaranta, porque su padre, don Erasmo Pineda, fue un diletante absoluto de Gabriel García Márquez, de Cien años de soledad y de Macondo.
La familia Pineda González estuvo integrada por don Erasmo, su esposa Magdalena y los hijos Luis Pedro, Tzirandi, Amaranta y Gilberto. Los apellidos eran de los de mayor prosapia en la región, por lo mismo, estaban emparentados con casi todo el pueblo, el resto eran sus amistades. Vivieron de manera modesta, pero llenos de amor y de sueños por cumplir.
Amaranta cubrió su cuerpo desnudo con una bata ligera, abrió la puerta corrediza y aspiró con placer el aire fresco matinal. Eso la revitalizó, le ahuyentó los últimos vestigios de somnolencia y la impulsó a iniciar las actividades de ese nuevo día.
Bajó a la cocina, calentó el café de olla de la noche anterior, se lo sirvió, se acomodó en la barra y lo sorbió lentamente, acompañado de un pellizcón de la panadería de los hijos de don Jonás Damián.
La soledad y el silencio la invitaron a sumergirse en el pozo de sus recuerdos y capturó el más lejano. Ocurrió en su infancia, cuando estaba en el kínder Amanecer en el Balsas y tenía seis años de edad, allá por 1966. Esa mañana todavía no sonaba el timbre de entrada y Amaranta aprovechó para decirle a su mejor amiga que fuera con ella a la parte trasera de la vieja casona que albergaba la escuela, junto a los tamarindos, lo hizo de forma perentoria:
– ¡Dalia, acompáñame, que ya me orino!
Las dos amigas se fueron corriendo para que Amaranta desahogara el cuerpo. Al llegar a los tamarindos, la niña se alzó el vestido y se bajó las pantaletas con prisa y cierto desparpajo. Cuando terminó emitió un sonido de alivio y, después de poner la ropa en su lugar, le pidió a Dalia que regresaran:
– Listo, vámonos amiga. Gracias.
Las párvulas se encaminaron al salón de clases y nunca se percataron que tres pares de ojos masculinos las habían espiado, de principio a fin. Eran sus compañeros Gabino, José Luis y Casildo, tres de los guaches más plebes y burlistas del kínder y del pueblo.
*****
Amaranta interrumpió el hilo de sus remembranzas y esbozó una sonrisa al recordar cuánto le gustaba Pablo Emilio desde entonces, era su novio en secreto, aunque Dalia también lo sabía. Llevó la taza al fregadero, le puso agua para evitar que los restos del café se pegaran al traste, y se metió a bañar.
Posteriormente, salió del baño envuelta en una toalla y con múltiples gotas de agua empeñadas en permanecer adheridas a su cuerpo. Antes de vestirse, encendió el mini componente e insertó una memoria USB, que contenía sus canciones preferidas, que ella misma había seleccionado y bajado de internet. Enseguida se escuchó la voz de Alberto Carranco, que cantaba Libro de recuerdos.
Una vez que eligió el vestido que iba a utilizar, inició el largo ritual de ponerse crema en la piel, peinarse y perfumarse, además de vestirse parsimoniosamente. Desde que tenía memoria le gustaba demorarse en su acicalamiento, de tal suerte que al salir de su cuarto luciera la mejor imagen de sí misma.
Se miró al espejo por enésima ocasión y se dijo:
– ¡Todavía me gustas harto, guachita!
La sonrisa le duró hasta que llegó a la cocina, donde se preparó, rápidamente, un plato de papaya, jugo de naranja y chile con huevo. Antes de almorzar se tomó un vaso con leche, acompañado de un pedazo de calabaza. El guisado se lo comió con una toquere calientita.
Para eliminar el sabor picosito del almuerzo, se cortó un pedazo generoso de leche dura y se lo comió, a pausas. Sus ojos se posaron sobre una fotografía gigante que adornaba la sala, era la de fin de cursos del kínder. Se acercó y la observó con detenimiento. Decidió intentar reconocer a la mayoría de sus condiscípulos. Identificó rápidamente a: Albino y Belem Macedo, Antonio Sánchez, Javier y Martín Pineda, Salvador y Daniel Díaz, Abraham Damián, Mito Núñez, René Pineda, Albert y Fernando Arellano, José Manuel y Peco Ortuño, Ubléster y Daniel Damián, Laura Estela Bermúdez, Tere y Mina García, Antonia Santana, Cata Gaona, Tere Aguirre, Cuca y Rosalba Pineda, Carmelita García, Maribella y Alba Bruno, Gema Lis Pineda, Pepe y Verónica Pérez, Toney y a Rafa Bermúdez.
Le extrañó no ver en la foto a otras personas que sabía que fueron con ella al kínder. Tampoco aparecían sus tres pequeños verdugos: Casildo, Gabino y José Luis ni Pablo Emilio y Dalia. Su amiga no fue ese día que tomaron la foto porque le dio varicela.
De nueva cuenta, el recuerdo de Pablo Emilio le alegró los ojos. En aquella época era su mejor amigo y a lo largo de los años se convirtió en uno de sus apoyos más importantes.
Todas las tardes, Pablo Emilio iba a casa de Amaranta a jugar con ella y con sus hermanos Tzirandi y Gilberto. Su amigo, desde entonces, había demostrado una personalidad muy bien definida e interesante, era un niño responsable, respetuoso, valiente, aplicado, inteligente y bien portado. Jugaban de todo: al bote pateado, a los pocitos, al beli, a la hilacha, etcétera, junto con otros amigos y familiares.
Esa convivencia y el buen trato que le brindaba, tuvieron como consecuencia que Amaranta se sintiera cada vez más atraída hacia Pablo Emilio y que estuviera convencida de que se iba a casar con él. La preferencia de Pablo Emilio y otras circunstancias, como el haber sido su pareja en el vals de fin de cursos del kínder, reforzaban la convicción de Amaranta de terminar siendo la esposa de su admirado condiscípulo.
Don Erasmo y doña Magdalena tuvieron a sus hijos con dos años de diferencia entre cada uno. Esta circunstancia posibilitó que Tzirandi, Amaranta y Gilberto fueran muy unidos. Las hermanas eran cómplices en todo y realizaban la mayor parte de sus actividades juntas. Tzirandi poseía una enorme belleza y una inteligencia deslumbrante, además de que derrochaba simpatía y alegría por cada uno de los poros de la piel, todos la querían mucho.
Amaranta era muy bella también, inteligente y alegre, siempre estaba cantando. No destacaba tanto en la escuela como su hermana, pero era una alumna regular.
Gilberto estaba muy chiqueado por ser el nene de la casa, todo indicaba que iba a ser muy tímido. Era güeleque de tiempo completo y por convicción.
Luis Pedro, por su parte, era un calentano de los pies a la cabeza. Le encantaba la gente, la fiesta, las guachas, el campo, los caballos, todo, excepto, los frescoletos, no los podía ver. Su carácter de primogénito lo llenó de responsabilidades desde muy pequeño, pero su naturaleza optimista no se arredraba ante nada.
Doña Magdalena era una mujer amorosa, sumisa, diligente y taciturna, cuyo único propósito en la vida lo constituía la felicidad de sus cuatro hijos y de su esposo.
Don Erasmo Pineda era el amigo de todos, hombre bondadoso, culto, alegre, bohemio y mujeriego. Le encantaban las mujeres. Su proclividad a los placeres mundanos impedía que sus ingresos económicos fueran importantes y regulares. Vivía al día y cuando tenía de más, se empecinaba en gastarlo de inmediato para complacer a sus hijos.
Ernesto Ruiz, sin ser pariente de los Pineda González, era un miembro más de la familia. Su añeja amistad con don Erasmo y doña Magdalena superó todas las pruebas que les opusieron el tiempo y las circunstancias. Por lo mismo, desde siempre fue candidato para ser compadre de la pareja. La promesa se hizo realidad cuando nació Amaranta. La llevó a la pila del bautismo y estuvo pendiente de ella siempre, a pesar de que vivía en Tondoche, entre Zirándaro y La Calera.
Ernesto Ruiz era todo un señor. Poseía una riqueza moderada, ganado, un par de ranchos y otros bienes. Le gustaba vivir bien y su generosidad alcanzaba cotidianamente a la familia Pineda González, pero mayormente a su ahijada. Permanecía soltero por decisión propia, no le gustaban los compromisos matrimoniales y en una tierra de mujeres hermosas le achacaban haber sostenido relaciones efímeras con lo mejor del amplio ramillete zirandarense. Las malas lenguas aseguraban que con mucha frecuencia compraba las guachas vírgenes que los progenitores de éstas le ofertaban.
Amaranta interrumpió sus recuerdos al escuchar la voz de Joan Sebastian que salía del aparato electrónico y que cantaba El primer tonto. Enseguida le hizo segunda con su voz melodiosa y alegre.
Al concluir la pieza musical, Amaranta envió su memoria al mes de septiembre de 1967, cuando ingresó a la Escuela Primaria Urbana Federal Vicente Riva Palacio.
A las 11 de la mañana sonó la campana y los estudiantes salieron a recreo. Amaranta y Dalia fueron a buscar a Tzirandi, pero la encontraron rodeada de muchos alumnos, así que decidieron retirarse, después de saludarla de lejos. Desdeñaron los productos de la Cooperativa Escolar y se salieron del plantel a comprar a los puestos que había afuera. Amaranta se compró un vaso de agua de sandía y una tostada, en el puesto de Tila, la esposa de don José Matías y le invitó a Dalia un mango con chile. Acto seguido, se encaminaron a buscar a Pablo Emilio, a quien encontraron donde sabían que iba a estar: en el campo de fútbol. Lo vieron un rato y luego se juntaron con otras niñas a jugar La pelenche.
Otros de sus condiscípulos jugaban voleibol, canicas, trompo o a las escondidas.
El recreo terminó y todos regresaron a sus salones. Al concluir la jornada, los alumnos iban felices por su primer día de clases y por haber recibido los libros nuevos. Amaranta no se cansaba de ojearlos y olerlos. Pablo Emilio le quiso ayudar a las hermanas Pineda González con sus libros, pero pesaban mucho y además tenía que llevarse los de él, así que cada quien cargó los suyos.
A cambio de eso, el niño invitó un raspado a Tzirandi, a Amaranta y a Dalia. Se los compraron a José El Pabellonero y se los fueron comiendo camino a casa. Pablo Emilio se percató que la mayor de las hermanas Pineda González iba acompañada de tres amigos, mientras él conversaba con Dalia y Amaranta.
Durante el trayecto pasaron a dejar a Dalia y al llegar a la casa de don Erasmo, en la calle Francisco I. Madero, los niños se despidieron de sus amigas y cada quien se fue por su rumbo.
Una vez que concluyó la canción de Joan Sebastian, se escuchó la voz de María García, que interpretaba el bolero Presiento, de la inspiración de Bolívar Gaona. Amaranta oyó en silencio un rato la melodía y luego regresó al ejercicio memorístico que hacía sobre los años de su infancia, que estuvo nutrida por la presencia cotidiana de Pablo Emilio y su trato cariñoso. La convivencia estrecha y permanente de ambos continuaba en los sueños, donde él era invitado frecuente de Amaranta. En ese mundo onírico surgió el noviazgo, las primeras caricias y la promesa de terminar la vida juntos.
Era tanta la devoción que Amaranta le tenía a Pablo Emilio, que el Día de Reyes lo incluía en sus peticiones a Melchor, Gaspar y Baltazar. Sin embargo, cada año veía frustrada su solicitud, nunca le llevaron el par de pistolas de Bronco que pidió para su amigo.
A diferencia de sus hermanos, a Amaranta siempre le cumplieron los Reyes Magos sus deseos, excepto lo del par de pistolas. Cada año recibía una muñeca y un juego de té, de los de “antá Imelda Rodríguez”, como decía la carta que la niña escribía. El cumplimiento de las solicitudes de Amaranta se debía a un cuarto rey, a Ernesto Ruiz, que era quien aportaba el dinero para que las ilusiones de su ahijada se cumplieran.
Después de la voz de María García se escuchó la de Ibeth Pineda Bermúdez, La Ibis, quien interpretó Piensa en mí. Amaranta era una admiradora absoluta de la voz de Ibeth y la oyó atenta, de principio a fin.
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Al finalizar el año escolar 1967-1968, Luis Pedro concluyó la educación primaria y ya no continuó sus estudios. Primeramente porque en el pueblo no había Secundaria, después porque la familia no tenía dinero para mandarlo a estudiar fuera ni siquiera al Internado de Coyuca de Catalán, y, por último, debido a que el mismo Luis Pedro ya no quiso ir a la escuela. Decidió ponerse a trabajar y a esa edad ingresó a laborar a la Presidencia Municipal, se le designó mozo de oficios varios.
En 1968, Amaranta ya estaba en segundo grado, fue un grupo único, así que Pablo Emilio y Dalia seguían a su lado.
Tzirandi tuvo un desarrollo físico vertiginoso y ello le redituó mayor popularidad y demanda masculina en la escuela y fuera de ella, lo que impidió que le dedicara tanto tiempo como antes a su hermana.
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El aparato reproductor musical permitió escuchar a la cantante colombiana Martha Gómez, quien interpretó magistralmente, Mírame, de su autoría. En ese momento, Amaranta oyó que alguien abría la puerta de su casa, era doña Agustina, la persona que la ayudaba con el quehacer, por las mañanas.
– ¡Buenos días doña Agus! –Saludó Amaranta-.
– Buenos días niña –contestó Agustina-.
– Pásele. ¿Cómo está?
– Muy bien, gracias. ¿Y usted?
– Pues ahí, de todo un poco, nomás pa´no desear.
– ¿Qué quiere que le haga de comer?
– Un aporreado, guacamole, agua de tuna y natilla de corongoro. Además, me hace unas tortillas y me pone un buen pedazo de queso fresco.
– De acuerdo. ¿Tiene algún invitado?
– No, pero tal vez llegue Pablo Emilio, anda para Chilpancingo. Haga comida para cuatro personas, por si acaso.
– Muy bien.
– ¿Qué hay por el pueblo? –Preguntó, como siempre, Amaranta, para provocar a doña Agustina a que le contara los nuevos chismes-.
– Nada, lo de siempre, puros chismes y la verraquera de los guaches y guachas de la Secundaria y de Bachilleres. ¡No se aguantan, andan besuqueándose por la calle! Parece que no saben que La que da el beso da el queso.
– No critique, acuérdese que también nosotras fuimos jóvenes.
– ¡Arí, pero no éramos así! En aquellos tiempos había más respeto, ora mero no hay moral. Todavía no se saben limpiar la cola y ya andan de novios. ¡Por eso luego salen con su chicle prieto!
Amaranta sonrió al escuchar a doña Agustina, quien se quejaba de la paja en el ojo ajeno y se le olvidaba que ella había tenido cinco hijos de padres diferentes. A la mente de Amaranta llegó la frase que solía utilizar Chava Pineda Macedo en estas circunstancias:
– ¡De que tiró, tiró!
Mientras doña Agustina lavaba los trastes y aseaba la casa, Amaranta le subió el volumen al mini componente y se dirigió a la planta alta, en la búsqueda de más recuerdos de su infancia, de esa etapa en la que fue tan feliz y que añoraba periódicamente.
La memoria decidió estacionarse en 1969, cuando Amaranta ya iba en tercer año.
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Asimismo, a medida que crecía, Amaranta incrementaba sus contactos con su padrino Ernesto y, por consecuencia lógica, el amor que le tenía. Él los visitaba frecuentemente o ellos iban a verlo a Tondoche. La ahijada y sus hermanos se quedaban a dormir ahí, sobre todo en vacaciones, pero cuando Luis Pedro, Tzirandi y Gilberto no deseaban quedarse, Amaranta sí lo hacía. Esas ocasiones, la niña disfrutaba a plenitud a su padrino y él se desvivía por atenderla. Era muy cariñoso y detallista.
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Al concluir ese ciclo escolar, Tzirandi terminó la primaria y como deseaba seguir estudiando, don Erasmo le pidió apoyo económico a su compadre Ernesto y una vez que lo consiguió, enviaron a la hija a vivir con su tía Olivia, en México, Distrito Federal. La separación fue muy dolorosa para la familia y más para Amaranta, porque se iba su cómplice, su mejor amiga, en fin, su hermana adorada.
Del aparato electrónico surgió la voz espectacular de Cristina Aguilera, que cantaba Contigo en la distancia, mientras que Amaranta anclaba la mente en el mes de septiembre de ese 1970, cuando entró al cuarto año de primaria.
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Algo que hacía sufrir mucho a Amaranta era la relación de sus padres. Don Erasmo era el mejor padre y amigo cuando estaba sobrio, pero cuando se emborrachaba, lo que sucedía con frecuencia, se transformaba, se tornaba colérico, necio y violento, a grado tal que insultaba y golpeaba a doña Magdalena, sin motivo alguno, mientras los hijos veían impotentes el triste espectáculo.
Amaranta interrumpió su viaje al pasado para reflexionar sobre algo que nunca entendió a cabalidad: su amor total por el padre y el coraje corrosivo e inconmensurable que experimentaba por el maltrato a un ser tan indefenso, amoroso y bondadoso como su madre.
Amaranta aprovechó la pausa para hacer una llamada telefónica:
– Hola doctor, ¿cómo está?
– …
– Qué bueno, me da gusto. ¿Qué noticias me tiene?
– …
– ¿Así que todavía no hay nada? Entonces, le llamo el miércoles. Buenas tardes.
La mujer sostuvo un rato el teléfono inalámbrico, adoptó un gesto de preocupación, pero enseguida lo desechó. Ella, más que nadie, sabía que las preocupaciones sin motivo son ganas de joderse la vida. Se sirvió una copa de rompope que le compró a Cata Damián y se comió un polvorón. Empezaba a sentir hambre, parecía que las remembranzas le habían abierto el apetito.
Las notas musicales de una nueva canción inundaron el ambiente. Gloria Stefan interpretaba con su voz cálida y sensual Con los años que me quedan y Amaranta retomó sus evocaciones de aquel lejano 1970. No pudo evitar sonreír cuando se acordó que algunas noches se escuchaba la voz de Manuel Huerta, quien anunciaba por micrófono, que en algunos minutos más se iban a proyectar los avances de las siguientes películas que el cine Pineda transmitiría en días posteriores. A los cortos la gente del pueblo les llamaba Las pruebas.
Así que ya todos sabían que cuando iba a haber pruebas había que dirigirse velozmente al cine, para poder verlas porque duraban poco. Niños, jóvenes y adultos corrían para alcanzar los cortos. Al concluir, la gente regresaba a sus casas y comentaban lo que habían presenciado.
Gastón Santos y Rodolfo de Anda eran los preferidos de Amaranta, por guapos y valientes. Nadie podía con ellos.
La mente infantil de Amaranta sufría cuando sus papás le decían que no era conveniente salir a la calle, porque andaba algún perro con rabia, porque en el pueblo estaba El Cuyo o porque habían llegado los guerrilleros, los hijos de Felipe Pineda y Efraín Peñaloza.
En ese momento se escuchó la voz de Lila Deneken, que cantaba con sentimiento profundo Por cobardía.
Amaranta recordó que por aquellas fechas seguía en estrecho contacto con Pablo Emilio, en virtud de que se veían de lunes a viernes en la escuela, pero por las tardes ya no iba tan seguido a la casa de su amiga, decisión que ella no supo a qué atribuir y que le dolió mucho, además de generarle un profundo desconcierto.
El timbre del teléfono móvil de Amaranta la devolvió al tiempo presente. Antes de contestar, leyó en la pantalla del aparato que era Pablo Emilio quien la llamaba.
*****
Doña Agustina observó con beneplácito la evidente felicidad de Amaranta y no pudo evitar cuestionarla al respecto:
– Era don Pablo Emilio, ¿verdad?
– Sí.
– Se ve que se quieren mucho, ¿no?
– Muchísimo.
– Hacen bonita pareja.
– Gracias.
– ¿Desde cuándo lo quiere?
– Desde siempre. Es el amor de mi vida.
– ¿Tuvo usted otros novios?
– Ya son muchas preguntas, mejor sírvame de comer, por favor.
Amaranta le ayudó a doña Agustina a poner la mesa. Mientras lo hacía, cantaba con Guadalupe Pineda Jacinto Cenobio y le subió un poco más el volumen al mini componente.
Al concluir la opípara comida, Amaranta y doña Agustina extendieron la sobremesa:
– ¿Es usted feliz, doña Agus?
– ¡Ay niña, a mi edad, como decía Mundo Macedo, me da lo mismo ser feliz que desgraciada!
– Pero, ¿cuál es el balance de su vida?
– Pensándolo bien, he sido más feliz. A mi apacito no lo conocí, pero mi amacita era una santa, nos quisimos mucho. Claro que haber tenido a mis hijos no se compara con nada. Ellos son mis tesoros más grandes.
– ¿Y sus maridos?
– Fueron accidentes en mi vida. Pero siempre les voy a agradecer que me hayan hecho madre. Al principio se portaron bien, pero luego me hicieron hartas tiznaderas y terminé desavoluntada con ellos. Y usted, ¿ha sido feliz?
– Sí, pero no como yo hubiera querido.
– ¿Qué le faltó?
– Hartas cosas, por ejemplo, terminar una carrera universitaria, tener hijos, pero, sobre todo, conservar a mi lado, por siempre, a mis papás y a mi padrino Ernesto. Me siguen haciendo falta.
– ¿Por qué no tuvo hijos?
– No lo sé, tal vez por tonta.
– No se ponga triste.
– Claro que no, pero créame que hubiera sido una buena madre.
– Estoy segura de ello. Usted es muy buena persona y también don Pablo Emilio.
Amaranta sonrió en señal de agradecimiento y con ello dio por concluido el diálogo, así que doña Agustina entendió y se levantó:
– Voy a lavar la chacapera y a planchar un rato.
– Sí, gracias por la comida y por la compañía.
– No tiene nada que agradecer, bien sabe que la quiero mucho.
– Está usted totalmente correspondida. Me voy a acostar un rato. Hasta mañana.
– Sí, hasta mañana, niña.
Amaranta apagó el mini componente con el control remoto y enseguida se subió a su recámara. Fue a la terraza y se acomodó en una mecedora. Después de ello decidió convocar, de nueva cuenta, a sus recuerdos.
Gabino, Casildo y José Luis siguieron siendo compañeros de Amaranta en la Primaria. Poseían un talento singular para hacer maldades y para burlarse de los demás. A medida que crecían se refinaban sus actos negativos y Amaranta era el objeto predilecto de sus travesuras. Sin embargo, generalmente Pablo Emilio estaba ahí para defenderla, pero ellos siempre andaban al acecho y encontraban la oportunidad de molestarla.
*****
A fines de 1970, Luis Pedro fue ascendido a escribiente en la presidencia municipal y con ello llegó un incremento en el salario.
Además, Tzirandi llegó al pueblo, por primera vez, de vacaciones. Estaba muy cambiada y se veía más hermosa que nunca. Había adoptado un tiple en la voz que llamaba mucho la atención y utilizaba algunas palabras raras. Llevó regalos para todos y se mostró muy cariñosa con cada miembro de la familia, incluido Ernesto Ruiz.
Sostuvo largas conversaciones con Amaranta, a quien le contó el mundo deslumbrante que estaba conociendo en el Distrito Federal.
– ¡México es enorme, hermanita! Hay mucha gente y carros por todos lados. Tienes que conocerlo.
– A mí me gustaría estar contigo unos días –Dijo Amaranta-.
– Claro que sí, en la primera oportunidad te vas conmigo. ¡Te estás poniendo bien bonita!
– ¡Mira quién lo dice, eres una muñequita y se te ve feliz! ¡Debes tener muchos admiradores!
– Algo hay de eso, pero no te creas, no fue fácil adaptarme a esa nueva vida. La gente de la ciudad y los del campo somos muy diferentes. Me hicieron burla por mi forma de hablar y por otras muchas cosas, pero nunca me dejé de nadie. Ahora todos me respetan. ¿Ya tienes novio?
– ¡No, cómo crees, todavía estoy chica para eso!
– Pues ni tanto, ya tienes diez años.
– ¿A poco tú, sí?
– Bueno, todavía no, pero en ésas ando. Tengo un par de pretendientes.
– ¿Están guapos?
– Uno sí, el otro tiene cara de menso.
– ¿Cómo se llaman?
– El guapo, Juan Carlos y el menso, Fermín.
– Ya tienes cuerpo de señorita.
– Afortunadamente, ya no quiero ser niña. El mundo de los adultos es muy interesante.
– ¿Cómo te va en la escuela?
– Muy bien, soy de las mejores, pero sufro mucho con el inglés, ya ves que aquí nunca nos enseñaron eso.
– ¿Hay algo que no te guste del De Efe?
– Sí, muchas cosas, por ejemplo, el frío, la contaminación y las apreturas en los camiones, pero fuera de eso todo está bien.
– ¿Qué quieres que hagamos en estos días?
– ¡De todo, quiero divertirme, descansar, pero, sobre todo, disfrutar a mi familia, especialmente a ti! ¡Te extraño mucho hermanita!
– ¡Y yo a ti!
Tzirandi y Amaranta se abrazaron largo rato. La distancia y el tiempo transcurrido sólo sirvieron para acrecentar el amor que se tenían y para valorar, en su justa dimensión, dicho sentimiento.
Cuando los amigos y familiares supieron que Tzirandi estaba en el pueblo acudieron a visitarla, Pablo Emilio entre ellos. La gente se admiró de la belleza acrecentada de la adolescente y de su transformación en toda una capitalina, además, comprobaron, con agrado, que seguía siendo sencilla y cariñosa.
Tzirandi saludó efusivamente a Pablo Emilio, le dio un beso muy tronado y un abrazo cariñoso.
– ¡Hola Pablo Emilio! ¿Cómo estás? ¡Ya creciste y te ves muy guapo!
Pablo Emilio no supo qué decir. Su cara de asombro se debía al impacto que le causó la nueva imagen de Tzirandi y su belleza incrementada.
Los primos y amigos se encargaron de hacer sentir muy bien a Tzirandi, en su regreso al pueblo. Fueron a bañarse al río, a La Poza y a Las Pilas; la invitaron a comer a casa de cada uno y la atendieron como a una reina.
Por las noches, la guachada se iba a Las Posaditas. Alrededor de Tzirandi siempre había más de un admirador, algunos eran de su misma edad y otros más grandes. Pablo Emilio formaba parte de su grupo selecto.
Fueron unas vacaciones maravillosas para todos, aunque también tuvo su momento triste. En Navidad, don Erasmo se emborrachó desde temprano y volvió a las andadas: se gastó en el Guty Bar el sueldo que recibió y, al llegar a su casa, le quiso pegar a su esposa, pero Luis Pedro y Tzirandi se lo impidieron, además, le advirtieron que no iban a volver a permitir que la maltratara.
Al concluir el período vacacional, los primeros días de enero de 1971, Tzirandi retornó al Distrito Federal. Se despidió con tristeza de su familia, de los amigos y del pueblo. Estuvo feliz los 15 días que pasó en Zirándaro, sabía que el amor que le manifestaron sus seres queridos le iba a servir para continuar su vida en la ciudad de México y soportar no verlos hasta la Semana Santa.
*****
Los recuerdos de Amaranta volaron hasta la Semana Santa de ese año. Tzirandi no pudo viajar a su pueblo, así que Amaranta se puso muy triste y le costaba mucho trabajo ocultarlo, tanto, que su padrino Ernesto lo notó.
– ¿Qué tiene mi princesita? –Le preguntó a su ahijada-.
– Estoy muy triste porque mi hermana no va a venir, padrino.
– ¡Ah, qué caray! ¿Qué puedo hacer para que esa carita hermosa deje de estar triste?
– No sé, no tengo ganas de nada.
– ¿Y si nos vamos de viaje?
– ¿Adónde?
– Pues podría ser al puerto de Acapulco, para que conozcas el mar.
– ¡De veras padrino! ¿Me llevaría usted?
– Claro que sí, también nos vamos a llevar a tus papás y a tus hermanos. Vente, acompáñame a planteárselos.
Amaranta tomó la mano de don Ernesto y con la cara feliz lo acompañó hasta donde estaban sus padres.
Don Erasmo y doña Magdalena se entusiasmaron mucho con el viaje, pero declinaron la invitación porque su situación económica se los impedía. Su compadre les dijo que por eso no se preocuparan, que para él sería un honor cubrir todos los gastos, pero ni así aceptaron los papás de Amaranta. Empero, le dieron permiso a la ahijada para que fuera, bajo la premisa de que lo que no se puede dar, no se debe quitar. Gilberto no quiso ir y Luis Pedro no podía, porque su trabajo lo impedía.
En consecuencia, don Ernesto y Amaranta se fueron un lunes, muy temprano, en la camioneta del padrino y por la tarde llegaron al puerto. Al momento de hospedarse, el señor Ruiz quiso rentar dos habitaciones en el hotel, pero su ahijada se opuso.
– Yo quiero estar con usted, padrino –le dijo Amaranta-.
– Es para que estés más cómoda, hija –Reviró don Ernesto-.
– ¿Sólo es por eso?
– No, también porque ya estás creciendo…
– ¿Y eso qué? Yo a usted le tengo plena confianza, además, ¿qué tal si me pasa algo cuando esté sola?
– No, eso sí que no, yo me muero si algo te sucede.
– Ahí está, entonces nos quedamos en el mismo cuarto, nada más que con dos camas.
– ¿Segura?
– Totalmente.
Después de que se instalaron, Amaranta le pidió a su padrino que la llevara a la alberca y éste accedió e incluso se metió con ella, porque su ahijada desdeñó el chapoteadero y prefirió nadar en la piscina más honda, pero como su estatura no era mucha todavía, necesitaba el apoyo de don Ernesto para estar ahí. Juguetearon mucho rato en el agua, hasta que Amaranta se cansó y le dijo a su padrino que tenía un hambre atroz.
Retornaron a la habitación, se bañaron y después de vestirse, don Ernesto, al ver el cansancio de Amaranta, decidió pedir que les llevaran la cena al cuarto.
Amaranta estaba realmente exhausta por la desmañanada, por el viaje y por el esfuerzo físico que realizó en la alberca, de tal forma que apenas pudo terminar sus alimentos y se quedó profundamente dormida en el sillón de la sala. Don Ernesto la cargó, procurando no despertarla, y la acostó en la cama. Una vez que la cubrió con una sábana, le dio un beso, apagó la luz y se acostó.
Al día siguiente, Amaranta se despertó muy temprano, vio que su padrino tenía los ojos abiertos y la contemplaba con ojos de amor.
– ¡Buenos días, padrino! ¿Cómo amaneció?
– Buenos días, princesita. Estoy muy bien, ¿y tú?
– Un poco cansada, todavía. Anoche me le quedé dormida. Perdóneme, por favor.
– No hay nada que perdonar. Estabas bien súpita.
– Sí, hasta dormí vestida. ¿Cómo llegué a la cama?
– Yo te cargué.
– ¡Qué vergüenza, ni que estuviera tan chica!
– No pasa nada, realmente estabas agotada.
– Sí, le prometo que no volverá a ocurrir. Apenas está por salir el sol. ¿Quiere ir a caminar a la playa?
– Lo que tú ordenes, princesita.
– Pues, vámonos.
Durante la caminata sostuvieron una larga conversación.
– Padrino, ¿por qué no se ha casado usted?
– Porque no me gustan los compromisos, hija.
– ¿Por qué, si usted es una persona muy responsable?
– A ti no te voy a mentir, la verdad es que me gustan mucho las mujeres y creo que no podría ser fiel a una sola. Así que, antes que ser infiel, prefiero no tener compromisos.
– ¿Tiene novia, padrino?
– No, princesita, a mi edad ya no se puede tener novias, sólo mujeres.
– No entiendo la diferencia.
– Mira, con las novias sólo se pueden hacer ciertas cosas y con las mujeres no hay límites. Mientras ellas estén de acuerdo, es posible hacer de todo.
– Ya entendí. ¿Ahorita tiene usted mujer?
– Sí.
– ¿Quién es?
– Eso no se dice.
– ¿Ha maltratado usted a alguna mujer?
– No, jamás lo haría.
– ¿Por qué?
– Detesto la violencia y más en seres indefensos. Las mujeres se merecen el mayor de los respetos y todo tipo de consideraciones. Son lo más bello que existe en el universo.
– ¿Tiene usted hijos?
– No, que yo sepa.
– ¿Le hubiera gustado tenerlos?
– Hace tiempo, sí. Ahorita, ya no tanto.
– ¿Por qué?
– Porque los niños son maravillosos, encantadores, le roban a uno el corazón todos los días y para siempre. Pero también requieren muchos cuidados y, sobre todo, paciencia y eso se va perdiendo con los años. Aunque es muy curioso, porque las personas mayores solemos ser pacientes con todo, excepto con los niños, en términos generales.
– ¿Se enamoró alguna vez?
– Sí, profundamente.
– ¿Qué se siente?
– Es lo más bello que existe, porque todo te parece increíble, vives feliz, ilusionado y ves el mundo de otra manera. Piensas todo el día en la persona que amas, te pone feliz verla y pensar en ella. Estar a su lado es el mayor privilegio.
– ¡Qué bonito!
– Y tú, ¿ya tienes novio?
– ¡No, cómo cree, todavía no tengo edad para eso!
– Tienes razón en que eres muy chica de edad, pero ya empezó tu desarrollo y pronto serás toda una mujercita, y muy hermosa, por cierto.
– Gracias, padrino.
– Pues yo sé quién te gusta, y mucho.
– No lo creo, ¿quién?
– Pablo Emilio.
– ¿Cómo lo supo?
– Todos nos damos cuenta, menos él.
– ¿De veras soy tan descarada?
– A tu edad no es descaro, es transparencia, una de las mejores cualidades de niños y adolescentes.
– ¿Usted cree que yo le gusto a Pablo Emilio?
– Tú le gustas a todos, pero a esa edad existe mucha confusión. A mí me gustaban hartas guachas, desde entonces.
– ¿Ha tenido usted muchas mujeres?
– Muchas y todavía no se me quita lo culeco.
– ¡Ja, ja, ja! ¿Le gusta Pablo Emilio para mí?
– Sí, cómo no. Está bueno el tapón pa´l guaje. Me gusta la parejita.
Amaranta abrazó feliz a don Ernesto.
Los cinco días que duró la estancia del padrino y su ahijada en la playa estuvieron juntos la mayor parte del tiempo, conversaron en todo momento y de tópicos distintos. En ese viaje, Amaranta encontró más motivos para querer a don Ernesto. El sentimiento que le inspiraba tenía otras bases, unas más sólidas. Ahora que había conocido más al hombre, concluyó que había razones adicionales para conservarlo en el corazón hasta el último de sus días.
Amaranta se fue quedando dormida, lo hizo con una sonrisa plena, al rememorar el viaje al puerto de Acapulco, que tanto significó en su vida.
Despertó alrededor de las siete de la noche y todavía estaba contenta con el recuerdo más reciente de sus años mozos. Se levantó y fue al baño. Enseguida bajó a la cocina y se sirvió una copa de vino tinto. Fue al corredor y se acostó en una de las hamacas, para continuar con el recuerdo de su infancia.
Al concluir el año escolar 1970-1971, Amaranta terminó el cuarto grado.
Una mañana de julio, Amaranta se despertó con el canto de un pájaro y se levantó de prisa:
– ¡Mami, mami, acaba de cantar La chica, seguro que hoy llega mi hermana!
– Sí, hijita –comentó doña Magdalena-, ya ves que La chica nunca se equivoca. ¿Cómo amaneciste?
– No dormí bien, tuve pesadillas.
– ¿Qué soñaste?
– Buenos días, mami –saludó Gilberto, mientras se tallaba los ojos-. Buenos días, Amaranta.
– Buenos días –contestaron madre e hija-.
– Soñé bien raro –refirió Amaranta-. Recuerdo que Gilberto y yo íbamos caminando en la noche hacia Alita, allá estaban tú y mi papá. Al cruzar el arroyo de Tupátaro nos salieron unos chaneques y de repente nos rodearon. Estiraban las manos para llevarse a mi hermanito, pero le di una guantada a uno y a otro le pegué con el pie en las turrungas, para poder escaparnos.
– Los chaneques no tienen turrungas, hija.
– Pues yo no sé, éstos sí tenían, les colgaban. Gilberto y yo aprovechamos la confusión y nos escapamos, pero más adelante, en la loma que está después del crucero, todo se quedó silencio y a lo lejos vimos que alguien se acercaba, pero no podíamos saber quién era. Gilito y yo nos abrazamos fuerte y empezamos a rezar. Cuando el bulto estaba cerca, nos dimos cuenta que era La Nana Colasa, quien al ver a mi hermano le ofreció una de sus chichotas y cuando Gilito se acercó a mamarle, desperté toda asustada y con mucha sed, pero me dio miedo ir hasta la tinaja a esas horas.
– ¡Arí, pues Amaranta –intervino Gilberto-, mero quieres que me coma la cucha! ¡Primero me iban a llevar los chaneques y luego La Nana Colasa!
– Era un sueño, amigo –reviró Amaranta-.
– ¡Chigüez, de todos modos estuve en peligro!
Madre e hija sonrieron al escuchar el comentario de Gilberto.
Efectivamente, La chica no se equivocó y Tzirandi llegó ese día. Después de saludar, lo primero que hizo fue dirigirse a la cocina.
– ¿Qué hiciste de almorzar, mami? –Preguntó Tzirandi-. ¡Me estoy muriendo de hambre!
– Hice lo que más te gusta. Shúmata, chipil y guisé requesón –contestó la madre-.
– ¡Hum, qué rico, quiero de todo un poco!
– Siéntate, ahorita te sirvo –agregó doña Magdalena-.
– ¡Ah, no hay nada como estar en casa y con todos ustedes! –Remató Tzirandi-. ¡Me hacen mucha falta!
Todos los miembros de la familia Pineda González la abrazaron estrechamente. En ese momento llegó don Ernesto Ruiz:
– ¡Vaya, qué bonita escena! Más vale llegar a tiempo, que ser invitado. Hola Tzirandi, ¿cómo estás? ¡Mira nada más, cada día te pones más chula!
– ¡Hola don Ernesto! Todo bien, gracias. ¿Y usted?
– Muy bien. Hola mi princesita, ¿cómo está la niña más hermosa del universo?
– ¡Padrino! –Gritó Amaranta y corrió a los brazos de don Ernesto-. ¡Qué bueno que vino!
Padrino y ahijada se fundieron en un abrazo y luego ella le llenó el rostro de besos.
– ¿Puedo almorzar con ustedes? –Cuestionó don Ernesto-.
– ¡Claro que sí, compadre, pásele! –Contestó don Erasmo-.
– Traje leche, gorditas de cuajada, fruta de horno, elotes, chicharrones calientitos y queso fresco –agregó el padrino-.
– No se hubiera molestado, compadre –intervino doña Magdalena-.
– Si no es molestia, sabe que lo hago con mucho gusto, comadrita –finalizó don Ernesto-.
Acto seguido, los miembros de la Familia Pineda González y don Ernesto Ruiz le hicieron los honores al desayuno y almuerzo calentanos. Al terminar, se escuchó la voz de don Erasmo:
– ¡Ahora sí, comí hasta que se me hinchó el tupo!
– Pues como decimos en Zirándaro, compadre –manifestó don Ernesto-, ¡que lo faje Chenda La Meca!
Todos se rieron a carcajadas, al escuchar los comentarios de los compadres.
Después de algunos minutos, don Ernesto se despidió:
– Bueno, yo me retiro. Todo estuvo muy sabroso, como siempre. Gracias y perdón por interrumpir este momento tan íntimo y familiar. Los dejo para que sigan disfrutando a nuestra querida Tzirandi. Bienvenida, hija.
– No tiene nada qué agradecer ni disculparse, don Ernesto –contestó Tzirandi-. Usted es de la familia y bien sabe que lo queremos mucho. Gracias por la bienvenida y por su generosidad.
*****
Las vacaciones transcurrieron velozmente y, de nueva cuenta, amigos y familiares se encargaron de que Tzirandi se la pasara muy bien. Pablo Emilio y Dalia iban a todos lados con las hermanas Pineda González.
Tzirandi retornó triste al Distrito Federal. Los días en su pueblo la hicieron sentir muy querida y apreciada. Además, su vínculo con Amaranta se estrechó mucho más. Ahora eran tan amigas como antes, pero había mayor conciencia del inmenso amor que las unía.
Amaranta, al ver a su hermana tan desarrollada, se percató de que ella hacía meses que había dejado atrás la infancia, ya era toda una mujercita y los hombres lo notaban antes que los demás, por eso la buscaban tanto.
En septiembre inició un nuevo ciclo escolar y Amaranta ingresó a quinto grado.
Como siempre, seguían al lado de Amaranta Dalia y Pablo Emilio, pero también eran sus compañeros: Sarita Pineda, Miguel Ángel Ortuño, Socorro y Salvador Díaz, Justino Damián, Rosita y Rafaela Damián, Noé Arzate, Albino Macedo, Cuquis Carranco, Leonardo Santana, Fabián Osorio, Silvia Hernández, Israel Maldonado, Silvia Cárdenas, Emer García, Yolanda Pineda, Tayde Palacios, Eliut Bravo, Modesta Pineda, María Guadalupe Antúnez, Jesús Trujillo, Francisco y Sabás Ibarra, José Hernández, Walter y Custodio García, José Palacios, Fanny Nava y Flavio Arellano.
Para Amaranta era más que evidente que Pablo Emilio estaba cambiando interior y exteriormente. El cuerpo se le desarrolló y aparecieron músculos por todos lados, además de que su estatura aumentó considerablemente. El carácter también se le modificó, se volvió más serio y reservado. A ratos parecía triste y rehuía el contacto con los demás. En la escuela, Amaranta procuraba estar cerca de él y por ello la amistad se mantuvo en buen nivel.
A mediados de diciembre, don Ernesto Ruiz tuvo que ir a la ciudad de México y como sabía que Tzirandi iba a viajar a su pueblo de vacaciones, le propuso a su comadre Magdalena y a Amaranta que lo acompañaran y de regreso se traerían a la mayor de las hermanas Pineda González a Zirándaro. Doña Magdalena aceptó, después de consultarlo con su esposo, así que al día siguiente se trasladaron a la capital del país.
Don Ernesto conocía muy bien el Distrito Federal, puesto que había vivido ahí, así que no tuvo ningún problema para ubicar el domicilio de Tzirandi, en la colonia Nativitas. La jovencita los recibió feliz, no podía creer que hubieran ido por ella.
Únicamente estuvieron dos días en la ciudad de México y don Ernesto llevó a las hermanas y a doña Magdalena a pasear. Fueron a La Villa, a Chapultepec, a la Torre Latinoamericana y a la Alameda Central. Amaranta no daba crédito a lo que veía y todo lo preguntaba, así que Tzirandi y el padrino se turnaban para contestarle.
Amaranta buscó mucho la compañía de don Ernesto en esos días y comprobó, una vez más, que su padrino era un hombre muy distinto a los del pueblo. Sabía muchas cosas y también se desenvolvía adecuadamente en el ámbito citadino. No podía comprender cómo un hombre con tantas cualidades no había sido conquistado por una mujer. Creía que era un verdadero desperdicio, a menos que hubiera un motivo muy especial para no casarse, como, por ejemplo, que no le gustaran las mujeres. Enseguida desechó esa idea, porque todos lo tenían como el mayor mujeriego de la región.
Hubo un detalle que Amaranta percibió durante el viaje y la estancia en la ciudad de México, parecía que a doña Magdalena no le gustaba mucho platicar con don Ernesto. Aunque siempre le contestaba, y de forma educada, se veía que le incomodaba el diálogo y, por ende, se mostraba parca en sus respuestas y comentarios.
Todos disfrutaron mucho el paseo, pero al final Amaranta tuvo un arranque de sinceridad insuperable.
– Pues está muy bonita la ciudad –aseveró-, pero yo a mi Zirándaro no lo cambio por nada. Aquí hay mucha gente, nadie nos conoce, no hay pan de Jonás, hace muchísimo frío, el agua sabe bien feo y casi no sale el sol. ¡Mejor vámonos pa´l pueblo!
El grupo estuvo de acuerdo y al día siguiente, muy de madrugada, viajó de regreso a Zirándaro.
El torbellino llamado Tzirandi volvió a alborotar a sus familiares y amigos con su llegada. Era evidente que su cuerpo y su belleza crecían con el transcurso de los días. Tenía trece años, pero parecía de 15 o 16. Los galanes zirandarenses empezaron a tender sus redes para conquistar a la hermosa mujercita.
Amaranta se sorprendió al descubrir una nueva habilidad en su hermana: una enorme capacidad para manejar a los hombres. A todos les daba esperanzas, pero a nadie aceptaba. Su mayor mérito consistía en tenerlos contentos a todos.
Pablo Emilio y Dalia, como siempre, estuvieron todas las vacaciones al lado de las hermanas Pineda González. Amaranta se sorprendió gratamente al ver que Pablo Emilio volvió a ser el mismo amigo de antes, alegre, positivo, risueño y comunicativo. No supo a qué atribuirlo, pero tampoco le importó saber el motivo, lo importante era que de nueva cuenta fue el que era antes, incluso, mucho mejor.
Ramiro Borja era uno de los jóvenes más atractivos del pueblo y ya le había echado el ojo a Tzirandi, así que cuando supo que ella regresó la fue a visitar a su casa. Todos los días estuvo con ella e inició el proceso de conquistarla, convencido de que lo iba a conseguir.
Mientras tanto, don Erasmo se aficionaba cada vez más al alcohol. Ya su irresponsabilidad era irreversible. Prácticamente vivía para embriagarse. En consecuencia, la familia Pineda González sufrió más estrecheces económicas, así que doña Magdalena se vio obligada a vender cena afuera de su casa, porque el sueldo de Luis Pedro era insuficiente para cubrir las necesidades básicas.
Antes de regresar al Distrito Federal, Tzirandi les comentó a Amaranta, a Dalia y a Pablo Emilio que estaba muy contenta porque Ramiro Borja la pretendía y que si las cosas seguían bien entre ellos, lo más probable sería que se hicieran novios el siguiente año.
Tzirandi retornó a la ciudad de México bien consciente de la problemática familiar, incluso le dijo a su mamá que si era necesario dejaría de estudiar para ponerse a trabajar, pero doña Magdalena y Luis Pedro no aceptaron, le manifestaron que continuaran como estaban, que si ya no podían apoyarla, se lo dirían.
Amaranta se levantó de la hamaca y se fue a la cocina a prepararse algo, porque ya tenía hambre. No quería cenar, así que sólo tomó leche con un pan corriente. Antes de acomodarse en la sala, encendió el mini componente y escuchó la voz de Adriana Bottina, que cantaba la canción Me equivoqué contigo.
Se acomodó en el sofá y su mente voló hacia el año de 1972, que fue definitorio en múltiples aspectos de su vida.
En ese período, el cuerpo de Amaranta fue el escenario de una revolución hormonal sin precedente.
*****
Era evidente el desarrollo físico de la adolescente, tanto que no faltaron los comentarios insidiosos que aludían a su nueva figura:
– ¡Ay tú, Magdalena, ya te creció la guacha! ¡Es toda una señorita!
El comentario iba acompañado, además, de una mirada descarada e inquisitiva, que recorría lentamente el cuerpo de Amaranta y se estacionaba, indefectiblemente, en el busto.
La reiteración de esa conducta, de diversas personas del pueblo, apenaba a Amaranta, a grado tal que decidió adoptar distintas poses para evitar la exhibición de su pecho saliente. Se vio en la obligación de ocultarlo para minimizar las miradas y los comentarios, en torno a esa parte de su anatomía.
Esta circunstancia le permitió advertir la diferencia que había con su hermana en ese aspecto. A Tzirandi le encantaba hacer ostentación, desde siempre, de su busto y a ella le apenaba, cada día más.
A los doce años, Amaranta, estaba convertida en una adolescente muy bella. Llamaba la atención de todos en el pueblo, de tal forma que se ganó un apodo: La Guachita Bonita, pero con el tiempo se quedó únicamente en La Guachita.
*****
En Semana Santa, Tzirandi no viajó a su pueblo de vacaciones, porque no lo permitió la situación económica de la familia. Por su parte, Amaranta se fue a Tondoche, a pasar unos días con don Ernesto.
– ¡Hola padrino! –Saludó al llegar-. ¿Cómo está?
– ¡Hola princesita! ¿Por qué no me esperaste? Yo iba a ir por ti más tarde.
– Es que, tenía muchas ganas de estar con usted y decidí venirme sola. No me regañe, por favor, mejor deme un beso y un abrazo.
Don Ernesto le quitó el veliz que llevaba y después de besarla y abrazarla, cariñosamente, replicó:
– No es regaño princesita, pero no está bien que andes sola por estos rumbos, es peligroso y más ahora que te has convertido en la mujercita más hermosa de todas.
– ¿De verdad le parezco bonita?
– ¡¿Bonita?! ¡No, preciosa! Claro que tienes mucho de dónde ser tan bella. Mi compadre Erasmo es un tipo muy apuesto y tu madre fue, es y será una de las mujeres más hermosas de la región.
– ¿Era bonita mi mamá?
– Era y es, ya lo dije. Ven, vamos a meternos a la casa para que te refresques. Pero antes, prométeme que no vas a volver a venirte sola y caminando hasta acá.
– Prometido, pero creo que exagera.
– Por supuesto que no, tienes que cuidarte mucho más a partir de ahora.
– ¿Por qué?
– Porque tu enorme belleza va a despertar todo tipo de sentimientos, positivos y negativos.
– ¿Y cómo los voy a distinguir?
– Con el paso del tiempo y con alguno que otro consejito mío.
– Conste, ¿eh?
– Claro que sí. Me da mucho gusto que hayas venido.
– A mí también. Necesito platicar con algún adulto sobre lo que le está ocurriendo a mi cuerpo y, desde luego, pensé en usted.
– Agradezco la confianza. Estoy a tus órdenes para lo que creas que puedo ser útil.
– Ya habrá tiempo para hablar de mis cosas, padrino. Ahora hábleme de usted, de las mujeres de su vida.
– ¿Para qué quieres saber eso?
– Para intentar comprender por qué un hombre tan valioso como usted nunca se casó.
Antes de contestar, don Ernesto se sirvió una copa de mezcal de Zihuaquio y a su ahijada un vaso con agua de guayaba.
– Ay hija, me vas a obligar a desenterrar mis recuerdos, yo ya les había dado cristiana sepultura. Está bien, a ti no puedo negarte nada. ¿Qué quieres saber?
– Primero, ¿cuántas veces se enamoró?
– Sólo una vez, pero fue para siempre.
– Es decir que, ¿todavía ama a esa mujer?
– ¿Y quién te dijo que era mujer?
Amaranta no pudo evitar una cara de asombro, incredulidad, sorpresa y vergüenza. Además, fue incapaz de emitir palabra alguna.
– ¡Ja, ja, ja, vaya cara que pusiste!
– ¡Padrino, no puedo creer que sea usted fresco!
– No lo soy –dejó de reír don Ernesto-. Fue una broma para ver cómo reaccionabas. ¡Me encantan las mujeres!
– ¿Me está hablando en serio?
– Claro que sí, pero, ¿a poco si fuera fresco me ibas a dejar de querer?
– No, pero sería distinto.
– ¿En qué?
– No lo sé, creo que no le tendría tanta confianza.
– ¿Por qué?
– Porque esas personas no son de fiar.
– ¿Conoces a alguno de ellos?
– Pues sí, los que hay en el pueblo.
– ¿Los has tratado?
– Sí, pero nomás de lejecitos.
– Entonces, ¿cómo sabes que no son de fiar?
– Me lo imagino, pero no quiero juntarme con ninguno de ellos.
– Por lo visto no tienes elementos para demostrar lo que dices, así que mejor ahí la dejamos.
– De acuerdo. ¿Sabe que algunas personas dicen que usted es frescoleto?
– Sí, también que compro niñas, pero nada de eso es cierto, aunque sí me las han ofrecido y nunca acepté. Eso no va conmigo. ¿Me crees?
– Sí, por supuesto.
– Entonces, regálame un beso y un abrazo.
– Uno es muy poquito, le voy a dar dos. ¡Ja, ja, ja!
Amaranta tomó el rostro de su padrino y lo cubrió de besos cariñosos, hasta que se impuso su curiosidad por saber la verdad acerca de la vida sentimental de don Ernesto:
– ¿Así que sigue amando a esa mujer, padrino?
– Sí princesita, aunque ahora es un amor distinto.
– No entiendo. Explíqueme, por favor.
– Mira, cuando ella y yo éramos jóvenes la amaba de manera apasionada, impetuosa y egoísta. Hoy es un amor reposado, sereno, maduro, generoso y sin aspiraciones mayores.
– Sigo sin comprender.
– Tienes razón. Déjame servirme otro mezcal y te voy a contar mi historia, para que lo entiendas todo.
Después de darle un buen trago a su segunda copa de mezcal, don Ernesto comenzó a revelar aspectos de su existencia que nadie conocía a cabalidad.
– Cuando yo tenía dieciocho años, allá por 1946, había decidido pedirle a la mujer que amaba que se casara conmigo. Desde meses atrás me había acercado a ella para conquistar su corazón.
Era la mujer más bella del pueblo y tenía muchos pretendientes, pero había dos que eran mis rivales más serios. Uno de ellos tenía mucho dinero y el otro era uno de mis mejores amigos.
Ella me había dicho que me amaba y que se iba a casar conmigo, pero el día que le pedí que fuera mi esposa me rechazó, sin explicarme los motivos. Intenté hablar con ella, pero no me lo permitió.
A los pocos días, se casó con mi amigo y yo me fui del pueblo una temporada. Radiqué en la ciudad de México. Regresé casi a los dos años y ella estaba embarazada de su primer hijo. Fue muy doloroso para mí volver a verla. No quería reconocerlo, pero albergaba la esperanza de que algún día fuera mi esposa. Al verla así, me di cuenta de que mis deseos no se iban a cumplir.
Con el paso del tiempo supe la verdad. Los padres de ella se oponían a nuestra relación, decían que era muy mujeriego, y ante el temor de que se huyera o se casara conmigo, la amenazaron y golpearon para que me olvidara. Ella no supo qué hacer y decidió irse lejos, pero su madre le suplicó que no la abandonara, así que optó por permanecer en el pueblo, pero fuera de la casa paterna. Lo único que se le ocurrió fue aceptar la propuesta de matrimonio de otro de sus pretendientes y se casaron de inmediato, porque ésa fue la única condición que ella puso para aceptar a mi amigo.
Don Ernesto guardó silencio porque ya no pudo hablar. Un nudo en la garganta impidió la fonación y una lágrima insumisa se manifestó. Amaranta lo abrazó cariñosamente y lo besó en la mejilla para intentar disminuirle el dolor.
Después de un rato, la adolescente formuló una pregunta cuya respuesta suponía:
– ¿Cómo se llama esa mujer, padrino?
– Magdalena González, tu madre –contestó don Ernesto, con ojos llorosos y en un hilo de voz-.
– Lo sabía, ahora entiendo tantas cosas. ¿Qué ocurrió después?
– Decidí reprimir mis sentimientos y conservar la amistad de Erasmo y Magdalena.
– ¿Mi papá supo lo de su amor por mi mamá, padrino?
– Sí. Él sabía que ella era mi novia y que deseaba casarme con ella.
– ¿Se afectó la amistad?
– No, para nada. Los tres pusimos nuestro mejor empeño en ello. Lo único que no volvió a ser como antes fue la comunicación entre Magdalena y yo. Por mi parte, jamás le iba a formular el menor reproche o le iba a hacer la más leve insinuación, así que podía estar tranquila por ese lado, pero se fue al extremo. Me rehuía o se limitaba a contestarme lo indispensable.
– ¿Y por qué no se casó usted con otra mujer?
– Porque no existe nadie como tu madre. Mi corazón la eligió a ella y nadie más podría ocupar su lugar. Era ella o ninguna. Creo que ahí se encuentra la razón de mi ser mujeriego. Magdalena desdeñó mi cuerpo y mi corazón y yo, por mi parte, consagré mi corazón a su memoria, pero le regalé el cuerpo a todas las que me lo pidieron. Ésta es mi historia, princesita.
Amaranta no supo qué decir, se limitó a refugiar a su padrino en sus brazos.
Los días siguientes, las confidencias de ambos lados surgieron y fortalecieron el lazo indestructible que unía a ambos. Don Ernesto le explicó a su ahijada los cambios que ocurrían en el cuerpo de ella y le anticipó la llegada del ciclo menstrual, además de explicarle de forma somera por qué se presentaba y lo que eso significaba en la vida de las mujeres.
Al despedirse, Amaranta le acarició el corazón a don Ernesto con sus palabras:
– Ya me voy, padrino. Estuve feliz y disfruté muchísimo su compañía. Mi corazón de adolescente posee muchas más razones que antes para quererlo. Es usted un ser maravilloso, único y, por lo mismo, se merece la mayor felicidad.
Quiero que sepa que el hombre al que decida entregarle mi corazón debe ser como usted: respetuoso, fiel, cariñoso, inteligente, culto, agradable, generoso, alegre, varonil y valiente.
Usted siempre se ha puesto a mi servicio y ahora me toca a mí. Debe usted saber que cuenta conmigo para lo que sea, ¿me escucha? P a r a l o q u e s e a. Espero que siempre lo tenga presente.
Se despidieron en la puerta de la casa de don Erasmo, con un abrazo y un beso impregnados de un sentimiento nuevo, mayúsculo.
En ese momento, el mini componente reproducía las voces de Omara Portuondo e Ibrahim Ferrer, que interpretaban Quizás, quizás, quizás.
Amaranta, no estaba dispuesta a darle tregua a sus evocaciones, así que viajó con la memoria hasta el mes de septiembre de ese 1972, cuando se inició su último año de la educación primaria.
*****
Había en el pueblo, en esa época, un señor que siempre se pasaba borracho en la mezcalería de doña Chucha Rivera. Se llamaba Federico Segovia y cada ocasión que veía a Amaranta le decía, sin que nadie lo oyera:
– ¡Guachita, qué chula estás! Ven, te voy a dar un peso si me das un beso.
Amaranta se iba corriendo y don Federico todavía le gritaba:
– ¡Vas a ver, un día de éstos te voy a robar!
En diciembre llegó Tzirandi al pueblo, para disfrutar con su familia el período vacacional de fin de año.
En esta ocasión, el círculo de acompañantes de Tzirandi se redujo considerablemente, porque Ramiro Borja la acaparó la mayor parte del tiempo. Dos días antes de que la jovencita regresara a la ciudad de México, Ramiro se le declaró. Tzirandi lo comentó con su hermana:
– ¿Qué opinas, hermanita?
– Mira, yo sé que Ramiro te gusta mucho, pero hay algo que debes saber.
– ¿Qué?
– En el pueblo se dice que anda con Amparito y la verdad es que siempre están juntos.
– Sí, ya me había llegado ese rumor, pero él dice que no es cierto, que son muy buenos amigos. No sé qué hacer.
– Pues yo no sé qué decirte, pero debes pensar muy bien lo que vayas a decidir. ¿Mis papás ya lo saben?
– Mi mami sí, pero mi papá, por supuesto que no. ¿Cómo crees que se lo voy a decir? ¡Sé muy bien que no lo va a permitir!
– ¿Y entonces?
– Pues tendríamos que ser novios a escondidas.
– Ten mucho cuidado.
– Claro que sí, no te preocupes. No le digas a nadie, por favor.
– Te prometo que por mí, nadie lo va a saber.
El día que Tzirandi tenía que regresar al Distrito Federal, fue a comprar unas paletas a la tienda de doña Estela García, en compañía de Pablo Emilio. Ramiro, que tenía mucho rato en acecho, se les acercó de inmediato:
– ¡Hola mi chula!
– Hola Ramiro –saludó Tzirandi-.
– Vine por la respuesta que me debes, antes de que te vayas.
– Es que, no sé qué decirte.
– Pues dime que sí y asunto arreglado.
– La gente sigue diciendo que Amparito es tu novia.
– ¡Puros chismes, mi chula!
– ¿De verdad no andas con ella?
– No, te lo juro. Ándale, ya dime que sí.
– Está bien, acepto.
Ramiro manifestó su alegría de forma escandalosa, hasta que Tzirandi le dijo que se callara, que fuera discreto, porque ella no quería que su papá se enterara del noviazgo, no todavía.
Pablo Emilio no daba crédito a lo que había escuchado y cuando creyó que ahí se iba a quedar la cosa entre Tzirandi y Ramiro, éste aprovechó un descuido de su novia para besarla en la boca.
– ¡Ramiro! –Gritó Tzirandi-.
– ¿Qué pasó, mi chula?
– ¡No debiste hacer eso!
– ¿Por qué no, si ya eres mi novia?
– Pues sí, pero debemos ir paso, a paso.
Mientras la pareja conversaba, Pablo Emilio se fue a su casa y en el trayecto tiró las paletas al suelo.
En febrero de 1973, un viernes por la tarde, doña Magdalena le pidió a su hija Amaranta que fuera a comprar chocolate a la casa de Carlotita. La Guachita decidió cruzar por la casa de doña Chucha Rivera, para cortar camino. Iba distraída y por eso no se dio cuenta de que Federico Segovia se le acercó, sin hacer ruido.
– Guachita –le dijo-.
Amaranta volteó, vio que el borracho sostenía el pene erecto con la mano derecha y se lo mostraba provocativo. La Guachita corrió y se alejó, sin voltear para atrás. El susto le duró un par de días y no le contó lo sucedido a nadie.
En marzo, una delegación de estudiantes de la escuela Vicente Riva Palacio viajó a Guayameo, para participar en los VIII Juegos Atléticos, Deportivos y Culturales, que organizaba la Inspección de la Zona Escolar. Amaranta, Dalia y Pablo Emilio fueron seleccionados en distintas disciplinas.
Durante el evento, Amaranta se percató de que los estudiantes de otras escuelas la veían y buscaban con insistencia, lo mismo hacían otros compañeros, con las demás alumnas. Era evidente que la intrepidez adolescente desplazaba con facilidad y, para siempre, a la candidez infantil. En el ambiente flotaba un aroma sutil de romance estudiantil.
Amaranta consiguió diversos primeros lugares en las disciplinas en las que intervino. Además, fue la más popular y simpática de todas las participantes. Don Ernesto estuvo entre el público, cuando su ahijada fue la triunfadora en declamación. Como premio le regaló una pulsera, que le encantó a La Guachita.
– ¡Gracias padrino, está muy bonita! –Manifestó Amaranta-. ¡Qué bueno que pudo venir!
– No me lo hubiera perdido por nada, princesita.
Posteriormente, en el mes de abril, Amaranta volvió a pasar por la casa de doña Chucha Rivera, una de sus rutas habituales. Iba a la tienda de Imelda Rodríguez a comprar unas cosas, cuando fue abordada por Casildo, Gabino y José Luis:
– ¡Hola Guachita! –Manifestó Casildo-. ¿Adónde vas tan solita?
Amaranta no contestó y camino más de prisa.
– No tengas miedo –agregó Casildo-. No te vamos a hacer nada.
– No les tengo miedo –replicó Amaranta-. Llevo prisa, así que no tengo tiempo de hablar con ustedes.
Minutos antes, Pablo Emilio vio a Casildo y a sus acompañantes habituales, calles atrás, que se dirigían presurosos hacia algún lugar. Eso le dio mala espina a Pablo Emilio y corrió para alcanzarlos.
Al ver la actitud amenazante de Casildo y los demás, La Guachita intentó detenerlos:
– ¡Si no me dejan en paz, se las van a ver con Luis Pedro!
Casildo y sus amigos no esperaron más y se abalanzaron sobre Amaranta. Ella los vio acercarse y no supo cómo reaccionar, se quedó parada y, al suponer que iba a ser agredida, se enconchó para protegerse.
Los tres amigos aprovecharon la actitud de La Guachita para intentar acariciarla. Casildo la abrazó y pretendía besarla, pero en ese preciso momento se escuchó una voz fuerte:
– ¡Casildo, suelta a Amaranta! –Gritó Pablo Emilio-.
El interpelado volteó sorprendido.
– ¡Tú a mí no me mandas, pendejo! –Contestó Casildo-.
– ¡Te dije que si volvías a molestar a Amaranta, te iba a pegar!
– ¡Pues inténtalo, a ver si puedes!
Pablo Emilio y Casildo intercambiaron golpes un buen rato, mientras eran observados por Amaranta, Gabino y José Luis. Poco a poco, Pablo Emilio se impuso y, al final, dejó muy golpeado y maltrecho a su oponente. El vencedor le dio la espalda a Casildo y éste aprovechó la oportunidad para sacar una pequeña navaja, que llevaba en el pantalón.
Amaranta intentó prevenir a Pablo Emilio, pero la advertencia llegó tarde y Casildo alcanzó a herir a su contrincante en el brazo derecho, que sangró enseguida. Adolorido y furioso, Pablo Emilio se fue encima de su agresor. Forcejearon un par de minutos para hacerse de la navaja y eso propició que Casildo fuera cortado en el rostro. Ante esta circunstancia, Pablo Emilio se quedó con el arma y Casildo ya no opuso resistencia, estaba más preocupado en intentar detener la sangre que manaba de su herida.
Amaranta se acercó a Pablo Emilio.
– ¡Gracias, muchas gracias, Pablo Emilio! –Agradeció La Guachita-. ¡Estás sangrando, vamos a que te curen!
– No te preocupes, no es nada. Te acompaño a tu casa.
Gabino y José Luis ayudaban a Casildo, mientras Amaranta y Pablo Emilio se alejaban, lentamente. Casildo los vio y no se pudo contener.
– ¡Pablo Emilio –gritó Casildo-, esto no se va a quedar así! ¡Te voy a matar, hijo de la chingada!
Pablo Emilio intentó regresarse, pero Amaranta se lo impidió y continuaron su camino.
Amaranta interrumpió a su memoria y reflexionó sobre las consecuencias que esa pelea acarreó a su vida.
En ese momento se escuchó la voz de Los Costeños, que interpretaban Amor limosnero. Amaranta aprovechó la pausa para lavarse los dientes, desnudarse y meterse a la cama, después de apagar el aparato electrónico. Se iba a dormir con los recuerdos de su pasado.
La memoria de La Guachita viajó hasta el mes de junio de 1973, justo cuando concluyó el año escolar. Con ello y con el bailable de El piojo y la pulga, la generación de Amaranta terminó la educación primaria. La evocadora experimentó sentimientos encontrados con la conclusión: estaba feliz por el logro académico y triste porque iba a dejar de ver con frecuencia, a muchos de sus amigos y compañeros.
Don Ernesto le regaló una bicicleta a su ahijada por la terminación de sus estudios y por su excelente promedio. El obsequio hizo muy feliz a Amaranta.
La Guachita, a diferencia de Tzirandi, no quiso irse a estudiar fuera. Decidió permanecer en el pueblo, no quería separarse de sus papás, de sus hermanos, de su padrino Ernesto, de Dalia y de Pablo Emilio.
Se durmió contenta, porque los años de su infancia fueron muy felices, en términos generales.