La Guachita Parte 4

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JUEVES

Amaranta despertó con un fuerte dolor de cabeza y con la sensación de que todo el mundo se movía. Caminó desnuda hasta la tinaja y tomó bastante agua.

– ¡Ahhh, qué rica amaneció el agua! –Manifestó-.

Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. El recuerdo de la muerte de su padrino siempre le apachurraba el corazón y la hacía derramar un diluvio lacrimógeno. Era imposible acostumbrarse a su ausencia, extrañaba su compañía, sus palabras cariñosas, su mirada pícara y la seguridad que le infundía, pero, sobre todo, la visión sencilla de la vida y de las cosas. Para él, ser feliz era fácil, bastaba saber qué era lo que uno necesitaba y encaminar las acciones para lograrlo.

La Guachita concluyó muchas veces, al repasar su tránsito por la vida, que la felicidad de las personas depende, fundamentalmente, de las decisiones que se tomen y de los socios que tenga cada quien a lo largo de su existencia. Ella tuvo a su lado a un ser humano invaluable como su padrino, el cómplice ideal en todo. Su filosofía simplista de la vida dotó a Amaranta de los elementos suficientes para adoptar las mejores decisiones para su futuro. En consecuencia, La Guachita había sido muy feliz, a pesar de los momentos tristes que tuvo que sufrir, como la muerte de los seres que más amó, además de los ataques de Federico, Gabino, José Luis y Casildo.

Vio el reloj. Eran las nueve de la mañana, así que se metió a bañar, para estar lista antes de que llegara doña Agustina.

Debido a los malestares por el exceso de alcohol de la noche anterior, Amaranta decidió preparar pancita para almorzar. Cuando llegó doña Agustina, ya todo estaba listo.

– ¡Buenos días, niña, aquí huele muy rico! ¿Qué vamos a almorzar?

– Buenos días, doña Agus. Hice pancita.

– ¿Y le puso granos de maíz?

– Sí, ya sabe que así me gusta más.

– Qué bueno, así está más sabrosa. Yo traje zurrapas, por si quiere echarse un taco.

– Gracias, las voy a probar.

– ¿Pasó mala noche? No tiene buena cara.

– Sí, fue noche de recuerdos.

– ¡Ay, niña, ya olvídese del pasado y viva el presente! Acepte a don Pablo Emilio y sea feliz con él.

– Tiene razón, a los muertos hay que dejarlos descansar y únicamente recordarlos con cariño.

– ¡Así me gusta!

– ¿Qué trajo para desayunar?

– Pan de antá Jonás, huchepos y gorditas de cuajada.

– ¿Qué piezas de pan trajo? La leche no se me antoja con la cruda que tengo, voy a tomar café con pan.

– Mire, traje un cuerno, pan corriente, reventadas y reinas.

– Deme un cuernito, por favor. ¿Usted qué va a tomar?

– Leche con una gordita. Voy a preparar una salsa molcajeteada para las zurrapas.

– Ándele, pues. No se tarde, para ponernos a desayunar.

– Usted empiécele.

– No, la espero.

Una vez que terminaron de desayunar y de almorzar, Amaranta formuló la pregunta de rigor:

– ¿Qué hay por el pueblo, doña Agus?

– ¡Ahora sí está cargada la nube! Le traigo hartas novedades. ¿Se acuerda de Florencia?

– ¿La hija de don Simón y doña Natalia?

– ¡Ésa mero! Se huyó con el novio.

– ¡Con Reynaldo! ¡Pero si son unos guachitos, todavía!

– Pues ya ve, la calentura no los deja.

– ¿Y de qué irán a vivir?

– ¡Sepa la jodida! ¡Yo creo que le va a dar de comer cuachaz y charamascas! El guache no tiene trabajo ni traza. Además, es bien huevón, dicen que uno de sus pies le pide permiso al otro para moverse.

– ¡Pobre Florencia!

– No, pobrecita de mi comadre Natalia, ha de estar bien triste. Ni modo, así es la vida.

– ¿Qué otra novedad hay?

– Pues nada, que se van a casar don Espiridión y Trini.

– ¿Y eso? ¡Yo no sabía que fueran pareja!

– Pues ya la gente murmuraba ende queaque. Dicen que no sólo le ayudaba en la tienda, también le hacía el otro quehacer.

– ¡Pero, está muy viejo para ella!

– ¡Pues sí, cerca vieja, puntal nuevo!

– ¿No estará embarazada?

– La gente dice que sí, yo no sé, pero cuando dicen este perro tiene rabia, la tiene o le va a dar. ¡A mí no me crea, pero verdá de Dios que es cierto!

– No, pues sí.

– Todavía no acabo. Don Filogonio y doña Pelancha se volvieron a juntar.

– ¡No lo puedo creer, ya cada quien andaba por su lado!

– Así es, pero en las fiestas del diez los vieron bailando todas las noches y, pues como dicen, tizón que ha sido brasa, con poquito vuelve a arder.

– Pues me da gusto. No podía entender cómo le dieron fin a toda una vida juntos. Ya los hijos están bien grandes.

– Para mí que no van a durar, niña.

– No les eche la sal, doña Agus.

– Pues ya veremos. Le voy a cambiar de tema. Dice la gente que uno de los precandidatos a la presidencia municipal está proponiendo que todos los presidentes declaren los bienes que tienen, antes de asumir el cargo, porque luego salen ricos en tan sólo tres años.

– Pues a mí me parece bien, muchos de nuestros alcaldes se han enriquecido en el puesto.

– Así es, el que a la iglesia sirve, de la iglesia se mantiene.

– Pues sí, pero hay unos que son, mero, bien descarados, hasta las computadoras se llevan.

– Eso ya es tener mucha hambre, ¡hay que ser moreno, pero no tan prieto!

– Con la inseguridad que hay en la región, parecería que nadie querría ser presidente, pero, mire, siempre hay más de uno interesado en el puesto.

– A mí lo que más coraje me da es todo lo que prometen en sus campañas. Son como el calendario de Jalisco: ofrecen agua y es aire.

– Pues a mí lo que más me irrita, es que algunos zirandarenses vendan sus votos por tres pesos y que tengan tan mala memoria, porque vuelven a aceptar a ex presidentes para un nuevo mandato, a pesar de que entregaron puras cuentas rengas.

– Pero, nadie hace nada para cambiar las cosas, por eso, entre más se agacha uno, más hondo le ven la cueva.

– ¿Son todas las novedades?

– No, falta una, pero no le va a gustar.

– Dígamela.

– Casildo está en el pueblo. Anoche lo vieron en Las Cagüingas.

Amaranta no dijo nada, pero su rostro, sí. Dio noticia de un miedo mayúsculo, paralizante. Doña Agustina la abrazó.

– No tenga miedo, niña –dijo para calmarla-. Don Pablo Emilio no va a permitir que le haga daño. ¿A qué hora llega?

– En un rato más. Gracias por sus palabras, doña Agus.

– Por nada. ¿Qué quiere que le haga de comer?

– Caldo de iguana, por favor.

– Muy bien.

– Voy a subir a mi recámara. Asegúrese de que todas las puertas estén bien cerradas y no le abra a nadie sin saber quién es, por favor.

– Pierda cuidado, así lo haré.

– Me avisa cuando se vaya.

– Sí, claro.

Amaranta se acomodó en un sillón de la terraza y se introdujo al mundo de sus recuerdos. Se ubicó en 1992, cuando su padrino se quedó a vivir en Morelia, Michoacán.

Por esos días, La Guachita estaba muy sensible, lloraba de cualquier cosa y don Ernesto no estaba a su lado para espantarle la tristeza y devolverle la alegría. Afortunadamente, el señor Ruiz tuvo el tino de contratar un capataz, porque ella no tenía ganas de nada, únicamente de dormir, de aislarse del mundo y de no utilizar la mente más que para realizar sus actividades básicas.

Tuvieron que transcurrir tres meses para que saliera de su letargo. Las visitas quincenales de su padrino le infundían vida y todo volvía a ser como antes, pero sólo durante 48 horas, que era el tiempo que don Ernesto permanecía en Tondoche.

Fortunato era un capataz de tiempo completo, vivía para hacer producir el rancho a su máxima capacidad. Amaranta admiraba su actitud y su enorme esfuerzo diario. No le quedó más remedio que ponerse a su altura. Además, quería cumplir la orden de su padrino, en el sentido de que trabajaran juntos y coordinados.

Realizar las faenas cotidianas con alguien como Fortunato era fácil y agradable. Siempre estaba de buenas y cantaba todo el tiempo. Sabía mandar, sin maltratar a la gente. A ella le daba un trato muy respetuoso, el de un empleado hacia la patrona, pero ella lo obligó a que se olvidara de eso y le pidió que la considerara uno de sus iguales.

La convivencia de todos los días y a cada rato propició que surgieran las confidencias, así que ambos llegaron a conocerse muy bien y a ubicarse a la perfección. Conversaban todas las noches de temas personales y al final, se ponían a cantar.

Fortunato siempre estaba pendiente de ella, de su seguridad, de su bienestar. En ese orden de ideas, reforzó la seguridad del rancho, cuando se percató que Casildo merodeaba por las cercanías de Tondoche, incluso, él le disparó en más de una ocasión.

En las primeras horas de los días en los que La Guachita cumplía años, el capataz le llevaba las Mañanitas. Lo acompañaban, invariablemente, sus amigos: Martín Pineda, Enrique Ochoa, Favio Mora, César Ochoa, Edmundo Macedo y Carlos Chávez.

A medida que el vínculo amistoso de Amaranta y Fortunato se fortalecía, él adoptó la costumbre de llevarle serenata con frecuencia. Por esas fechas, La Guachita  se dio cuenta de que la ausencia de su padrino ya no dolía tanto.

La naturaleza se impuso y posibilitó que los corazones de la patrona y del capataz latieran al mismo ritmo. Se hicieron novios, después de que Amaranta se sinceró con él y le dijo que tal vez ella no le convenía, porque había aspectos de su vida que quizá Fortunato no entendería ni aceptaría, además de que estaba convencida que nunca podría amarlo como había amado a otro hombre.

Fortunato manifestó que para él Amaranta había nacido en 1992, es decir, que el pasado no le interesaba y que si había un espacio en el corazón de La Guachita, él se encargaría de instalarse en ese pedacito. Le prometió consagrar su vida en hacerla muy feliz.

La convicción de Fortunato convenció a Amaranta y lo aceptó como novio. No se lo quiso comentar a su padrino hasta ver qué tanto avanzaba la relación, incluso, le pidió a Fortunato que delante de don Ernesto se comportaran como amigos, sólo por un breve lapso.

Un poco antes de casarse, Amaranta se encontró con Pablo Emilio en la plaza de Zirándaro. La Guachita se emocionó mucho al verlo y fue hacia él para saludarlo y hacerle patente el inmenso cariño que le tenía, pero su amigo de la infancia se mostró frío y distante. Por si fuera poco, le presentó a su esposa y se alejó sin manifestar ninguna emoción por el reencuentro.

El destino, irónico, le cumplió un viejo anhelo a Amaranta: volver a ver a Pablo Emilio, pero eligió un momento muy especial para ello, la víspera de la boda de La Guachita.

Antes de casarse, Amaranta quiso comunicarle a su padrino los motivos de su decisión, pero no lo pudo hacer, porque él no lo permitió.

Se casaron en 1995 y vivieron muy felices, a pesar de que nunca pudieron tener hijos. Distintos doctores que la atendieron le preguntaron si había tenido algún aborto y ella contestó que no. Los especialistas concluyeron que Amaranta era estéril. Intentaron diversos tratamientos, pero nada funcionó, no lograron ser padres. Fortunato utilizó todos sus recursos para mitigar la tristeza de su esposa por la maternidad fallida,  y, al final, ella lo superó o hizo como que lo superaba.

El único evento que empañó la felicidad de La Guachita fue la muerte de su padrino, en 1996. Fue un golpe durísimo, devastador, tanto, que estuvo postrada dos meses. Poco a poco se reincorporó a sus actividades habituales y a atender a su esposo, a quien tuvo muy descuidado. Fortunato demostró su amor por Amaranta, de distintas maneras, sobre todo, estaba ahí, a su lado, cuando ella más lo necesitaba.

La conjunción de los astros contribuyó a la felicidad de Amaranta y Fortunato. En el lapso que duró su matrimonio, se olvidaron de Casildo, porque no tuvieron noticias de él.

En 2005, Fortunato fue asesinado una noche en el rancho. Le habían disparado por la espalda. En el pecho le clavaron un letrero que decía: “Para que aprendas a respetar a la mujer ajena”. Igual que antes, las autoridades no pudieron esclarecer el delito. Nadie vio ni oyó nada, excepto los disparos, esa noche funesta.

Amaranta sufrió mucho la pérdida de su esposo. A pesar de que sus hermanos, cuñados y sobrinos la acompañaron en el sepelio y el velorio, se sintió muy sola. En esos días, la presencia de Pablo Emilio y de Lorena, su nueva esposa, fue constante en la casa de La Guachita y en el panteón. La acompañaron en su dolor.

 

Amaranta interrumpió su viaje al pasado porque el llanto la obligó. Fortunato fue un esposo excelente, vivió para adorarla y hacerla feliz. Se ganó su cariño, respeto y admiración, por su enorme estatura como ser humano. Nunca lo iba a olvidar.

Amaranta no supo qué, pero algo la obligó a dirigir la vista hacia la cuestabajo, entre los árboles. Observó con cuidado y descubrió a Casildo, que la veía fijamente. La Guachita se metió a la recámara y retornó a la terraza un par de minutos después. Volvió a mirar hacia el sitio donde había visto a Casildo y se percató que seguía ahí. Sin pensarlo más, Amaranta sacó la pistola que llevaba, apuntó y disparó, en dirección a su agresor de antaño. Segundos después, La Guachita vio que ya no había nadie donde antes estaba su ex condiscípulo.

Doña Agustina subió a la terraza, pero antes llegó su voz:

– ¡Niña Amaranta, qué pasó! ¿Está bien?

– Sí, doña Agus –contestó Amaranta-, estoy bien. Acabo de ver a Casildo allá, en la cuestabajo y le disparé.

– ¿Le dio?

– No lo sé, no lo creo. Avise a la policía, por favor.

– Sí, les voy a pedir que se den una vuelta.

– Gracias.

Doña Agustina llamó a la policía municipal y le indicaron que irían a la casa de La Guachita en unos minutos. Efectivamente, llegaron casi de inmediato y después de escuchar lo ocurrido, de labios de Amaranta, se dedicaron a buscar a Casildo, pero no lo encontraron. Dejaron a un elemento policíaco afuera de la casa y luego se retiraron.

Amaranta llamó por teléfono a Pablo Emilio y le contó lo ocurrido, además de preguntarle dónde estaba.

– Acabo de pasar por Chagüícuaro. En unos minutos estoy contigo –contestó Pablo Emilio-. ¡No salgas de tu casa!

Al llegar, Pablo Emilio se introdujo a la casa y abrazó a Amaranta.

– ¿Estás bien, preciosa? –Cuestionó-.

– Sí, no te preocupes. Doña Agus ya me dio un té de manzanilla y no se ha despegado de mí. Además, allá afuera, como habrás visto, hay vigilancia. ¿Cómo te fue?

– Muy bien. Gracias por todo, doña Agustina.

– No me diga eso, don Pablo Emilio. Estoy para servirles –dijo doña Agustina-.

– ¿Quieres comer? –Preguntó Amaranta-.

– Al rato. ¿Tú ya comiste? –Respondió Pablo Emilio y cuestionó, a la vez-.

– No, almorcé hace un rato –aclaró La Guachita-.

– Entonces, comeremos más tarde. Te amo, preciosa.

– Y yo a ti, guapo.

– Bueno, creo que ya estoy de sobra –terció doña Agustina-. Ya me voy. Hasta mañana.

– Hasta mañana, doña Agus. Gracias por su apoyo –refirió Amaranta-.

Doña Agustina no dijo más y se despidió con una sonrisa.

– No dejes de abrazarme –manifestó La Guachita, mientras se acomodaba en los brazos de Pablo Emilio-.

– Claro que no, despreocúpate. ¿Qué quieres hacer?

– Dormir, ven conmigo.

Subieron a la recámara de Amaranta y mientras ella se acostaba, Pablo Emilio se asomó por la terraza en busca de Casildo, pero no vio nada sospechoso, así que le gritó al policía que se retirara y le agradeció el apoyo. Desde ese momento en adelante, él se iba a encargar de la seguridad de Amaranta, así que los días de Casildo ya no iban a ser muchos en ese plano existencial.

Se acostó al lado de Amaranta y la abrazó hasta que se quedó profundamente dormida. Mientras ella navegaba por el mundo de los sueños, Pablo Emilio admiró la belleza de su rostro sereno, le recorrió el cuerpo con ambas manos, procurando no despertarla y no pudo evitar un principio de excitación importante. Esa mujer le alteraba los sentidos con su hermosura desbordada.

Amaranta se movió para acomodarse mejor y con una voz apenas perceptible, sugirió:

– Síguele, vas muy bien.

Pablo Emilio sonrió y como quería que La Guachita durmiera, se aplacó, guardó las caricias para otro momento.

Amaranta se despertó casi a las seis de la tarde y al abrir los ojos descubrió a Pablo Emilio con una pistola en la mano.

– Hola, guapo –dijo toda amodorrada-. ¿Qué pasó, por qué tienes la pistola?

– Hola, preciosa. No pasa nada, no te preocupes, sólo estoy revisando mi pistola. A partir de hoy voy a andar armado. Casildo no volverá a acercarse a ti y mucho menos a molestarte.

– Cuídate mucho, por favor. No quiero perderte, ahora que por fin eres mío.

– No va a pasar nada, despreocúpate. ¿No tienes hambre?

– ¡Muchísima, vamos por esa iguana que nos espera?

Se encaminaron a la cocina y Pablo Emilio le pidió que tomara asiento. Le dijo que él le calentaría la comida y las tortillas, además de servirle. Amaranta se dejó consentir y observó divertida los apuros que pasaba su novio ante el simple hecho de calentar los alimentos y servirlos. Daba muchas vueltas y hacía las cosas sin respetar la lógica femenina en esos menesteres.

Comieron parsimoniosamente, mientras se acariciaban con la mirada y se prometían el paraíso.

Al terminar, Amaranta se levantó.

– Voy a ver si doña Agus nos dejó algún postre –comentó-.

– Sí, preparó zorrillo –respondió Pablo Emilio-.

– ¡Qué rico! –Agregó La Guachita-. ¿Te sirvo?

– Sí, por favor.

Al concluir el postre, Amaranta le pidió a Pablo Emilio que fueran a dar una vuelta a la plaza y se quedaran un rato a ver el voleibol. Él aceptó y se dirigieron a la cancha, a un costado de la pista Agustín Ramírez.

Cuando llegaron, se estaban enfrentando Las Chulis contra Las Kimpsy. Las hermanas Iztayana y Perla Torres Huerta destacaban por su belleza y por su enorme habilidad en ese deporte. Con mucha frecuencia se encontraban en la red. En ese juego, Itzayana se impuso, a pesar del excelente desempeño de Perlita y de Itzel Nava.

Después de ese partido, jugaron Las Conquistadoras contra Las Guerreras. En el primer equipo estaban, entre otras, Gloria Pineda, Alejandra Cárdenas y Juanita Bermúdez, mientras que Cata Damián, Martha Huerta, Ángeles Regina y Ana Rosa Bruno eran sus rivales. El triunfo le correspondió a Las Conquistadoras, en un juego muy reñido y emocionante.

Amaranta y Pablo Emilio decidieron regresar a casa, pero antes fueron a comprar paletas al negocio de Walter Pineda, en la vieja casona de don Chano. Ella eligió una de nanche y él, de grosella.

Caminaron por la calle principal. Saludaron a Bertha Peñaloza y a muchas otras personas que se encontraron a su paso, entre ellas, a Ninfita Macedo, Elvia Mora y Carlos Alvear, junto con su esposa, la maestra Fran. Dieron vuelta en el callejón de El Sapo y finalmente llegaron a la casa de La Guachita.

Se acomodaron en la sala para conversar un rato.

– Oye, guapo –empezó Amaranta-, fíjate que mañana voy a hacer una cenita muy íntima. Tú eres el invitado principal, también van a estar Dalia y Efraín.

– ¿A honras de qué?

– Vamos a festejar la vida. ¿Te parece poco?

– No, al contrario, es el mejor motivo. ¿Quieres que compre algo o necesitas mi apoyo?

– No, nada. Gracias. ¿Quieres algo especial o preparo un pozolito rojo?

– Pozole está bien. ¡Te queda riquísimo!

– Gracias, el secreto para que la comida esté sabrosa es hacerla con amor. Así que ese pozolito va a estar D E L I C I O S O.

Conversaron un par de horas más y después se fueron a dormir. Ella le pidió que se quedara a su lado todas esas noches, hasta que tuvieran la certeza de que Casildo ya no estaba en el pueblo.

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