La Guachita Parte 2

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MARTES

Al día siguiente, martes, Amaranta se despertó un poco más tarde, alrededor de las ocho de la mañana. Se bañó y bajó a la cocina a prepararse el almuerzo. Guisó chilaquiles y preparó café.

Mientras se comía la fruta, retomó la evocación de su pasado. Coincidentemente, cuando ella terminó la Primaria, Tzirandi concluyó la Secundaria e ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria, plantel número 5, José Vasconcelos, en Villa Coapa, Distrito Federal. Por su parte, Gilberto pasó a quinto año.

Debido a que no había Secundaria en Zirándaro, Amaranta se resignó a no continuar sus estudios, pero, finalmente, el esfuerzo de algunos padres de familia y ciudadanos fructificó y el siguiente ciclo escolar, que iniciaba en septiembre, comenzaría a funcionar en el pueblo la Escuela Técnica Agropecuaria 340, La ETA.

Amaranta se inscribió feliz y junto con ella muchos de sus compañeros de Primaria, además de otras personas que habían concluido la educación básica años atrás y que no pudieron continuar sus estudios, porque no había dónde hacerlo en el pueblo. Entre esas personas se encontraban Herminio Pineda Torres, Virgilio Huerta Peñaloza y María Cristina García Damián.

Casildo, Gabino y José Luis no ingresaron a la Secundaria. El primero se fue a vivir a la capital del país y los otros dos se quedaron a trabajar ocasionalmente, pero, más que nada, se dedicaron a vagar por el pueblo.

La Guachita recordó con cariño a Herminio, quien era muy apreciado en el pueblo por su forma de ser y, además, porque le gustaba cantar en los festivales.

Amaranta tenía mucha hambre, pero no quería almorzar sola, así que se asomó para ver si veía a doña Agustina, quien además, tenía que llevar el desayuno, pero no la observó por todo eso, así que decidió esperarla un poco más. Mientras tanto, se iba a remitir, nuevamente, a los años de su adolescencia.

En aquel mes de diciembre de 1973, Tzirandi llegó al pueblo a pasar sus vacaciones. Estaba muy ilusionada porque su noviazgo con Ramiro Borja se iba a consolidar.

Ramiro sabía, por carta de Tzirandi, que ésta llegaría un día después, pero su novia arribó un día antes, porque unos paisanos la invitaron a irse con ellos en automóvil hasta el pueblo.

Por la noche, ansiosa por ver a su novio, Tzirandi se arregló y se fue con Amaranta, Dalia y Pablo Emilio a dar una vuelta al jardín, para ver si se encontraban a Ramiro. En el zócalo platicaron con amigos y familiares, uno de ellos les dijo que había visto a Ramiro entrar en el cine Pineda. Tzirandi y su comitiva se dirigió de prisa al lugar referido. Al llegar, la mayor de las hermanas Pineda González le pidió permiso a doña Lupita Peñaloza, para entrar a buscar a una persona y cuando se lo concedieron ingresó rápidamente, con el corazón alborotado y una enorme sonrisa.

La obscuridad del lugar dificultaba la búsqueda de Tzirandi. Estaba a punto de rendirse cuando vio a una pareja en las filas del fondo, que se besaba apasionadamente. La mujer era Rosalba Echeverría y el hombre, Ramiro. Tzirandi salió con el corazón destrozado y los ojos anegados de llanto. Al reunirse con los demás, no pudo articular palabra los primeros minutos, así que hubo que esperar hasta que se recuperó mínimamente. Les contó lo que había visto, después de ello les pidió que regresaran a su casa y no volvió a pronunciar palabra, sino hasta el día siguiente.

Todo el período vacacional, Tzirandi decidió pasarlo en su casa, al lado de la familia, de Dalia y Pablo Emilio, salió muy poco, Ramiro la buscó insistentemente, pero nunca se pudo entrevistar con ella. Amaranta, Dalia y Pablo Emilio fueron testigos del inmenso sufrimiento de la hija mayor de don Erasmo y doña Magdalena.

En virtud de que la familia Pineda González no tenía dinero, no le hicieron fiesta aTzirandi, con motivo de sus 15 años de edad, que cumplió en noviembre, pero la festejaron con una comida a la que asistieron las personas más allegadas a la quinceañera.

Los primeros días de enero de 1974, Tzirandi retornó a la capital del país.

 

Amaranta escuchó que llegó doña Agustina y le puso pausa a sus recuerdos.

– ¡Buenos días, doña Agus! ¿Se le hizo tarde?

– Buenos días, niña. No, a mí no se me hizo tarde, me dilaté porque había harta gente en las toqueres y la señora de los huchepos no llegaba. Pero yo como las vacas de Alita, tarde pero segura.

– La estoy esperando para almorzar.

– ¡Qué bueno, porque tengo harta hambre, ya las tripas grandes se comen a las chiquitas!

– ¿Le sirvo leche?

– Sí, por favor. ¿Qué hizo de almorzar?

– Chilaquiles con café.

– ¡Atráncate panza puta!

Amaranta sonrió por el comentario de doña Agustina y posteriormente desayunaron en silencio. Al terminar, La Guachita inició el diálogo.

– ¿Qué hay en el pueblo, doña Agus?

– Ahorita, nada. Todo en calma. Los ríos están crecidos, pero ni auciones que como el año pasado.

– Sí, hace un año estuvo muy feo. Y lo peor de todo fue descubrir cómo cambia la gente en una situación de emergencia. Me impresionó mucho que algunos zirandarenses no ayudaron a quien lo requería, la noche que nos salimos del pueblo.

– Así es, hubo gente ya vieja que tuvo que caminar harto rato en esa situación tan difícil y algunos llevaban sus cosas. Yo creo que ya se va a acabar el mundo.

– No doña Agus, el mundo se acaba para el que se muere.

– Pues será el sereno, pero antes de que eso suceda yo me voy pa´ Guayameo.

– ¡Ja, ja, ja, ¿y a poco allá no le va a pasar nada?

– Pues sí, pero, por lo menos, estaría en mi tierra. ¿Ya llegó don Pablo Emilio?

– No, llega al rato.

– ¿Qué quiere que le haga de comer?

– Nada, yo creo que vamos a comer fuera.

– Muy bien, entonces, me voy a poner a limpiar la casa. Con permiso.

– Pásele, yo voy a estar en la terraza.

– Ándele pues.

Amaranta se dirigió a la terraza, se acomodó en una mecedora, dirigió la vista al Balsas y la memoria al funesto año 1974.

El 21 de febrero murió don Erasmo Pineda, de cirrosis hepática, y después de muchos meses de sufrimiento. El deceso hundió en la tristeza a los integrantes de la familia Pineda González. Los hijos estaban muy conscientes de que su padre no había sido un buen esposo, pero con ellos fue totalmente amoroso.

Amaranta no dejaba de llorar. Los últimos días de su padre fue ella quien estuvo más tiempo con él. Lo vio consumirse lentamente, pero don Erasmo aparentaba que estaba bien, para no preocupar a su hija. El señor Pineda le pidió perdón, por no haber sido un mejor esposo y padre. Le dijo que se iba satisfecho por haber formado la familia que tenía, porque estaba seguro que todos iban a triunfar en la vida, y que eran unos magníficos seres humanos.

Le encargó que cuidara a doña Magdalena y a Gilito. La besaba a cada rato y le acariciaba el rostro y el cabello.

– ¡Eres preciosa, hijita! –Decía don Erasmo, con orgullo-.

Unos minutos antes de morir, don Erasmo se despidió de su esposa e hijos, además de su compadre Ernesto.

– Perdóneme, compa –manifestó, antes de exhalar el último aliento-.

Don Ernesto, le manifestó su apoyo incondicional a la viuda y estuvo pendiente de Amaranta, en todo momento.

– Ven, princesita –le dijo-. Acompáñame.

Una vez a solas, abrazó a su ahijada estrechamente, para consolarla.

– Llora todo lo que quieras, princesita. La vida fue muy difícil para mi compadre, no conoció a su padre y tuvo una madre distante. Trabajó desde niño y muy joven se adentró en el mundo del alcohol, para intentar olvidar la traición de su primera novia.

A pesar de tanto golpe que le dio la vida, siempre mostró un carácter alegre. Su forma de ser le rindió frutos invaluables, todo el mundo lo quería. Por si fuera poco, formó una familia hermosa, envidiable, y tuvo el inmenso privilegio de sentirse amado por todos ustedes.

Sé que se fue satisfecho por su familia y triste por abandonarlos, para siempre.

Estoy consciente que mis palabras te pueden sonar huecas y sin sentido, pero la muerte es parte de la vida, precisamente, el paso final. Todos nacemos para morir. Además, mi compadre ya estaba muy cansado de tanto sufrir. La enfermedad se lo acabó muy rápido. Aquí estoy contigo, para lo que gustes y mandes, sé que lo sabes.

– Gracias, padrino –manifestó Amaranta-. No me deje sola, por favor.

– Claro que no, aquí estaré.

Tzirandi permaneció una semana con la familia y luego regresó a continuar con sus estudios.

Don Ernesto le dijo a Luis Pedro que, a partir de ese día, en su carácter de primogénito, era el hombre de la casa, que no dudara en buscarlo, para todo lo que necesitara.

Con el transcurso de los días, la vida de la familia Pineda González retomó la rutina. La relación de don Ernesto con su ahijada se estrechó aún más.

Todos los días, Amaranta descubría a Gabino y José Luis escondidos cerca de donde ella estaba, parecía como si la vigilaran. Pese a ello, nunca la abordaron.

Un día de marzo, por la tarde, Amaranta fue a comprar una paleta a la tienda de doña Estela García y decidió cruzar por la casa de la señora Chucha Rivera. Federico Segovia vio que La Guachita se acercaba y se escondió para sorprenderla. Cuando Amaranta pasó cerca de él, la abrazó por la espalda y la aventó al suelo. La adolescente quiso levantarse y huir, pero el borracho le dio un manotazo en el rostro, que la volvió a derribar.

Con movimientos torpes, Federico Segovia intentó acostarse encima de La Guachita, pero ella alcanzó a rodar y alejarse un poco de su agresor. Sin embargo, el ebrio, enardecido, la tomó del vestido y tiró de él hasta que le rompió una manga. Amaranta, desesperada, buscó algo que le sirviera para defenderse y encontró una piedra boloncha. La tomó y le dio con ella al borracho, en la nariz y en la boca.

La sangre manó profusamente y esto desconcertó a Federico, momento que aprovechó La Guachita para huir velozmente, mientras recomponía su aspecto y el vestido.

Amaranta llegó a su casa, le contó a su mamá lo sucedido y ésta mandó llamar a don Ernesto. Una vez enterado de lo acontecido, el compadre montó en su caballo y se dirigió con premura a la mezcalería de doña Chucha Rivera. Al ver a Federico Segovia, se le fue encima y lo chicoteó repetidas veces, tantas, que el borracho corrió hacia la calle real. Hasta allá lo siguió don Ernesto y para evitar que huyera, lo lazó y lo arrastró, unos metros. Un par de minutos después, lo soltó y lanzó al aire una advertencia:

– ¡Mira Federico, hijo de tu chingada madre, si vuelves a acercarte a Amaranta, te juro que te mato!

Para entonces, mucha gente se había reunido atraída por los gritos de Federico Segovia.

Don Ernesto se alejó al trote de su caballo y no se percató de la mirada de odio asesino que le dirigió Federico.

El domingo siguiente, Zirándaro se despertó con la noticia de que alguien había matado a Federico Segovia, afuera de la mezcalería de doña Chucha Rivera. Tenía clavado en el pecho un mensaje que decía: “Para que aprendas a respetar a la mujer ajena”.

Don Ernesto Ruiz fue detenido como sospechoso del crimen, toda vez que había muchos testigos de las amenazas que profirió al occiso. Sin embargo, se acreditó plenamente que él no había sido, porque estuvo fuera del pueblo, en compañía de muchas personas, en un velorio, en Paso de Arena. Las autoridades no lograron saber quién había sido el asesino.

Amaranta se asustó mucho con la detención de su padrino y por primera vez se le clavó en la mente la posibilidad de perder también a don Ernesto.

– ¡Padrino –le comentó desesperada-, me dio mucho miedo que se quedara usted preso! ¡No quiero que le pase nada, cuídese mucho, por favor!

– No te preocupes, princesita. Te aseguro que me voy a cuidar más ahora.

– ¡Es que, si le pasa algo malo yo no sabría qué hacer sin usted!

– Nadie se muere en la víspera, princesita, pero debes estar consciente de que algún día voy a dejar este mundo, como todos.

– ¡Cállese, le prohíbo que hable de eso! ¡Usted no se va a morir!

Don Ernesto abrazó cariñosamente a su ahijada.

En Semana Santa, Tzirandi llegó al pueblo para estar 15 días con su familia y, sabedora de que su hermano menor iba a concluir la Primaria al término de ese ciclo escolar, lo invitó a irse con ella al Distrito Federal. Gilberto lo consultó con su mamá y con Luis Pedro y ambos accedieron, así que todo quedó decidido. Tzirandi tenía el propósito de llevarse a toda su familia a vivir con ella, pero más adelante, cuando pudiera mantenerlos. No había logrado la aceptación de todos, pero estaba convencida de que la iba a conseguir.

El jueves santo, después de presenciar el prendimiento de Jesús, en la representación religiosa, Tzirandi iba de regreso a su casa, acompañada de Pablo Emilio, quien no se le despegaba ni un segundo. A sus espaldas escuchó una voz conocida:

– Tzirandi, ¿puedo hablar contigo? –Le preguntaron-.

Era Ramiro Borja.

– No, Ramiro –contestó Tzirandi-, tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Vámonos, Pablo Emilio.

La pareja se alejó y Ramiro los observó hasta que se perdieron de vista.

– Oye, Tzirandi, ¿ya no quieres a Ramiro? –Preguntó Pablo Emilio-.

– No, ya no –respondió Tzirandi-. Lo quería mucho, pero su traición me obligó a desalojarlo de mi corazón y a suprimirlo de mi mente.

– ¿Tienes novio?

– No, ahorita no pienso tenerlo, quizá en un par de años. ¿Y tú?

– No, yo tampoco.

– ¿Por qué?

– No lo sé, no estoy seguro de que ella sienta lo mismo que yo.

– ¡Pues, pregúntaselo!

– Sí, ¿verdad?

Antes de viajar a la capital del país, Tzirandi conversó con su hermana.

– Oye hermanita, ¿qué pasó con Pablo Emilio?

– ¿Por qué? –Preguntó, a su vez, La Guachita-.

– ¡Cómo que por qué! ¿Cuándo se van a hacer novios?

– No lo sé, creo que no le intereso como novia. Seguimos siendo amigos, pero no como antes. Cada vez lo veo menos.

– Pues yo creo que pronto se te va a declarar.

– ¿Por qué lo dices?

– Le pregunté si tenía novia y me dijo que no, que ignoraba si la guacha que le gustaba sentía algo por él.

– ¿Y cómo sabes que se refería a mí?

– ¡Y a quién más, hermanita!

En julio, Luis Pedro cumplió dieciocho años y lo hicieron Tesorero en la presidencia municipal, así que los ingresos de la familia Pineda González mejoraron un poco, debido al nuevo sueldo que percibía el primogénito de doña Magdalena.

Al siguiente mes, Gilberto viajó con Tzirandi para arreglar su ingreso a la Secundaria, en la ciudad de México. Doña Magdalena y Amaranta se quedaron muy tristes al despedirse del menor de la familia.

*****

A fin de año, Tzirandi y Gilberto llegaron a su pueblo natal para pasar las vacaciones con los familiares y amigos.

Doña Magdalena, Luis Pedro y Amaranta se sorprendieron al ver cuánto había crecido Gilberto en tan sólo unos meses. Además, la belleza de Tzirandi era espectacular, tanto, que a los pocos días le solicitaron a la señora González que le diera permiso a su hija, para ser la Reina de las Fiestas Patrias del año siguiente. Doña Magdalena accedió, después de escuchar el parecer de Luis Pedro y de Tzirandi.

En ese período vacacional, Tzirandi y Amaranta estuvieron rodeados de muchos admiradores. Pablo Emilio y Dalia, también se hicieron presentes. En esos días acostumbraban ir a dos refresquerías del pueblo, a la de Mariquita Gaona, en la plaza y a la de Chanita Tinoco, en el centro. Se juntaba un grupo de jóvenes y adolescentes para conversar, jugar, escuchar música de la rockola, pero, primordialmente, para iniciarse en el terreno del amor.

A pesar de que la muerte de don Erasmo estaba reciente, los días decembrinos fueron un bálsamo muy efectivo, para atenuar el dolor de la familia Pineda González.

Tzirandi y Gilberto se despidieron de sus seres queridos y del pueblo, los primeros días de 1975.

 

Una llamada telefónica interrumpió los pensamientos de Amaranta. Era Pablo Emilio, quien le comentó que iba a llegar a Zirándaro alrededor de las tres de la tarde, así que la invitaba a comer mojarras a La Calera, en el negocio de Rosy y Margarito.

La Guachita aceptó y después de ver el reloj, calculó el tiempo. Eran apenas las 11, así que había margen suficiente para continuar con sus recuerdos y arreglarse para ir a comer.

La memoria de Amaranta se ancló en septiembre de 1975. Su hermana fue la Reina de las Fiestas Patrias y, por ende, asistió a las corridas de toros y a los bailes, siempre acompañada de La Guachita, de Dalia y Pablo Emilio.

Amaranta disfrutaba mucho las fiestas septembrinas. El ambiente en las corridas de toros era muy especial, la voz agradable, cariñosa e ingeniosa de don Ubléster Damián, como animador del evento, era un plus adicional. La piel de La Guachita se enchinaba y el corazón se le alborotaba, cuando escuchaba a la banda cantar Prieta linda y Traigo perdida la fe. En el momento en el que aparecía la guanancha, se ponía lista para atrapar alguna fruta o cualquier otro regalo que aventara.

Sin embargo, la emoción llegaba al máximo cuando la Reina y el jinete bailaban El pañuelo a un lado del toro y, posteriormente, seguía la monta del cuadrúpedo, que implicaba ser muy valiente y diestro para subirse en el lomo del animal, además de aguantarle todos los reparos.

El día 15, Luis Pedro montó un toro y se lo dedicó a Marfelia Aburto, la muchacha que pretendía. Se le quedó, a pesar de que el animal reparó con mucho brío, de principio a fin. Recibió como premio una sonrisa de Marfelia y un beso de sus ojos ilusionados.

En los bailes, la Reina no dejaba de atender todas las peticiones, pieza tras pieza, así que terminaba exhausta. Amaranta todavía no bailaba, lo iba a empezar a hacer hasta que cumpliera los 15 años, lo cual iba a ocurrir el último mes del año.

Una mañana, Tzirandi y Amaranta conversaron, para intercambiar confidencias.

– Oye hermanita, ¿ya tienes novio? –Cuestionó Tzirandi.

– No.

– ¡Cómo que no, si anda un guacherío detrás de ti!

– Pues sí, pero ninguno es mi novio. Recibí dos declaraciones y les dije que no. Tú bien sabes que sólo me importa Pablo Emilio.

– ¿Qué ha pasado con él?

– Nada, nos vemos con frecuencia, pero sólo en la escuela.

– Ya verás que pronto se decide y se te declara.

– No lo creo, ya veremos. ¿Y tú, ya tienes novio?

– ¡Sí, tenemos nueve meses! ¡Estoy feliz!

– ¿Cómo se llama?

– Carlos Augusto. Nació en la ciudad de México y es mi maestro de matemáticas en la prepa, también es ingeniero. Es mayor para mí seis años. Se porta muy bien conmigo y me quiere mucho. Está ansioso por venir a Zirándaro y conocer a mi familia. Piensa venir en diciembre.

– ¡Qué bueno, hermanita! ¡Felicidades!

Diciembre pronto llegó, con él las vacaciones y el día que Amaranta cumplió 15 años.

Don Ernesto organizó una fiesta para su ahijada y la familia Pineda González estuvo muy contenta por el aniversario y porque nuevamente estaban todos juntos, sólo les faltaba don Erasmo, pero él seguía dentro del corazón de cada uno.

Amaranta estuvo feliz y le agradeció efusivamente a su padrino lo que había hecho por ella.

– No te he dado tu regalo, princesita –dijo don Ernesto-.

– ¡Cómo, todavía me va a dar otro regalo! Con la fiesta basta padrino, estuvo muy bonita, hasta me trajo al conjunto Rubiela y a Los Tecuches.

– Ésa fue la fiesta, ven, acompáñame para que veas tu regalo y me digas si te gusta.

La Guachita caminó al lado de don Ernesto, hasta el corral de la casa.

– Cierra los ojos y espérame aquí –indicó el padrino-.

Amaranta hizo lo que le solicitaron y esperó con impaciencia.

– ¿Ya puedo abrir los ojos?

– Todavía no. Espérame tantito.

Después de cinco segundos, la ahijada insistió:

– ¿Ya, padrino?

– Listo, ábrelos.

Amaranta vio ante ella un hermoso caballo color negro, con un lucero en la frente y unos ojos enormes, que brillaban en la obscuridad. Era un magnífico ejemplar.

– ¿Es para mí? –Preguntó La Guachita emocionada-.

– Sí. ¿Te gusta?

– ¡Me encanta! ¿Cómo se llama?

– No tiene nombre, la dueña tiene que ponérselo.

– ¡Ya lo tengo, se va a llamar Churupitete! ¡Gracias, padrino, es el mejor regalo que me han hecho en la vida!

Don Ernesto y Amaranta se fundieron en un abrazo prolongado.

A partir de ese día, la gente de Zirándaro veía cada día a La Guachita, a lomos de Churupitete. Andaba por todos lados. Tondoche era uno de sus destinos favoritos.

La noche del 20 de diciembre, las hermanas Pineda González fueron a un baile al jardín. Los admiradores de Tzirandi y Amaranta rodeaban el reservado de las bellas hermanas. Cuando inició la siguiente melodía, diversas manos se tendieron para invitar a bailar a las dos. Tzirandi eligió a Pablo Emilio y Amaranta a uno de sus primos.

La Guachita no podía dejar de observar a la pareja de Tzirandi y Pablo Emilio. Se percató que conversaban animadamente y en algún momento, el único que hablaba era él, mientras que su hermana tenía cara de incomodidad y preocupación. Al concluir la melodía, Pablo Emilio llevó a su pareja al reservado y se marchó de prisa, sin despedirse. Amaranta vio que Tzirandi tenía una mano en la frente y la vista clavada en el piso. Estaba seria, pensativa.

Sin saber lo que ocurría, pero con un ligero presentimiento, La Guachita corrió a buscar a Pablo Emilio. Alcanzó a ver que iba hacia la iglesia y aumentó su velocidad, hasta que estuvo a un par de metros de él.

– ¡Pablo Emilio! –Gritó Amaranta-. ¿Qué ocurre?

Al estar frente a él, La Guachita se dio cuenta que su amigo lloraba, sin descanso.

– ¿Qué tienes? –Volvió a preguntar-.

Pablo Emilio no podía hablar, el llanto se lo impedía. Amaranta lo abrazó y lo dejó que se desahogara un buen rato.

– ¿Te sientes mejor? –Preguntó la jovencita-.

– Sí, ya pasó. Gracias por tu apoyo.

– No digas eso, tú y yo somos amigos. ¿Puedo ayudarte en algo?

– No, nadie puede hacerlo. Esto debo resolverlo solo.

– ¿Me puedes decir qué ocurrió?

– Le pedí a Tzirandi que fuera mi novia y me rechazó. Estaba seguro que me iba a aceptar, pero ahora veo que me equivoqué.

– ¿Por qué estabas seguro?

– Porque le gusta estar conmigo, me ha dicho que soy guapo y siempre está contenta a mi lado.

– ¿Qué te dijo?

– Que me quería como a un hermano y que tenía novio.

– Sí, es cierto, tiene novio y está muy contenta.

– ¿Por qué no me dijiste?

– Porque yo no sabía que mi hermana te gustaba.

– Es el amor de mi vida. Nunca voy a fijarme en otra mujer. No hay nadie como ella, por eso siempre estoy a su lado.

Pablo Emilio volvió a llorar amargamente y Amaranta hizo lo propio. El corazón de ambos estaba roto y tendría que pasar mucho tiempo para que se recuperaran.

Tzirandi observó a la pareja a la distancia y se dio cuenta que su hermana le indicaba, a señas, que se alejara, que ella iba a llevar a Pablo Emilio a su casa.

Amaranta relegó su propio dolor y se encargó de consolar a su amigo. Una vez que se calmó, lo acompañó hasta su casa.

– Gracias, Amaranta –Externo Pablo Emilio-.

– Olvídalo, sabes que cuentas conmigo, para lo que sea.

– Jamás voy a olvidar lo que has hecho por mí.

– Está bien. Ya me voy.

– Te acompaño.

– No, quédate. ¿Me dejas darte un abrazo?

– Sí, lo necesito mucho.

La pareja de amigos se abrazó largo rato, casi hasta que sus corazones entendieron que no siempre se gana en la vida y que, a veces, es inevitable el sufrimiento para crecer.

Amaranta regresó al baile y a la entrada la esperaba Tzirandi. Ambas decidieron irse a casa. En el trayecto conversaron sobre lo sucedido.

– ¿Cómo está Pablo Emilio? –Cuestionó Tzirandi-.

– Desolado e incrédulo. No puede creer que lo rechazaras.

– No entiendo por qué. Nunca le di motivo para suponer que podría ser mi novio. Siempre he sabido lo importante que es para ti. Por si fuera poco, tú bien sabes que tengo novio y que lo quiero mucho.

– Sí, lo sé. Cuando escuché los motivos que tuvo para declarársete, me di cuenta que él solo se ilusionó. De todas formas, está sufriendo mucho.

– Pobrecillo, yo no hubiera querido lastimarlo. Es como un hermano para mí.

– Sí, no te preocupes, ya se le pasará.

Amaranta guardó silencio y en su mirada se podía leer el tamaño de su dolor y la inmensa magnitud de su tristeza y desolación. Tzirandi la abrazó.

– Tú, ¿cómo estás? –Preguntó, a su hermana menor-.

– Muy triste y sin ganas de explorar el futuro.

– Perdóname, por favor.

– No, hermanita, no tengo nada que perdonarte. Tú no eres culpable de nada.

– ¿Segura que no me guardas rencor?

– ¡Por supuesto, cómo se te ocurre pensarlo, siquiera!

– ¿Qué vas a hacer?

– Ahorita a llorar hasta que se me terminen las ganas y se me deshaga el nudo en la garganta y la opresión en el pecho. Mañana, ya Dios dirá.

Tzirandi abrazó amorosamente a su hermana, mientras ésta lloraba para encontrar el alivio que requería.

Al día siguiente, una noticia se convirtió en el clavo más lacerante de la cruz de La Guachita, Pablo Emilio se había ido a los Estados Unidos, sin despedirse.

Los días posteriores, Amaranta estuvo silenciosa y alicaída. Su familia y padrino hacían todo lo posible para disminuirle la desdicha y recuperar a la mujercita alegre que era.

Después de Navidad, Carlos Augusto llegó a Zirándaro, a conocer a la familia de su novia Tzirandi y a despedir el año viejo, además de darle la bienvenida al nuevo, en su compañía.

Todos quedaron encantados con la forma de ser de Carlos Augusto y éste se convenció de que Tzirandi era la mujer que deseaba para casarse. La familia Pineda González lo trató muy bien, con respeto y cariño. De tal forma, que su estancia en el pueblo resultó placentera e inolvidable. La unión y el amor que se profesaban Tzirandi y los suyos, sorprendió gratamente al capitalino. Una mujer así de amorosa necesitaba a su lado y para madre de los hijos que pensaba tener.

La última noche del año, Tzirandi le rogó mucho a su hermana para que fueran al baile y al final logró convencerla. Bailaron de principio a fin. El amor de familiares y amigos logró distraer la tristeza del rostro y del corazón de La Guachita.

Estaba por terminarse el baile. Cuando inició una de las últimas melodías, Amaranta vio extendida una mano frente a ella.

– ¿Bailamos? –Le dijo una voz conocida-.

Amaranta levantó la vista y vio a Casildo, que sonreía, mientras la invitaba a bailar. Dudó en aceptar, porque no le gustaba la forma de ser de su ex compañero y por lo que había sucedido antes. Casildo advirtió la actitud de La Guachita e insistió:

– Por los viejos tiempos –agregó-.

Amaranta no pudo evitar una cara de incredulidad y resistencia, toda vez que ella y Casildo no tenían nada que recordar de los “viejos tiempos”, todo lo contrario, el pasado común era el mejor argumento para rechazarlo. Con la intención de que él desistiera, espetó:

– Bailamos la que sigue.

Casildo se retiró con una sonrisa en agonía y una mirada indescifrable. Empero, regresó al iniciar la siguiente canción, así que La Guachita no tuvo otra opción que acompañarlo a la pista de baile.

– Gracias, Amaranta –dijo Casildo para iniciar la conversación-.

– No tienes nada que agradecer, yo bailo con quien me invite, sea quien sea.

– Felicidades por tus 15 años.

– Gracias.

Amaranta, desde el inicio, separó su cuerpo del de su pareja, para hacerle ver que no le iba a permitir ningún acercamiento. No podía evitar ver la cicatriz en el rostro de Casildo, su aspecto le infundía temor y rechazo.

– ¿Está muy fea mi cicatriz? –Cuestionó Casildo, al adivinar los pensamientos de su pareja de baile-.

– No lo sé –mintió Amaranta-. No me he fijado.

– Ya se te fue el novio para el otro lado.

– Pablo Emilio no es mi novio.

– Dicen que no se despidió de ti y que está enamorado de tu hermana.

Amaranta decidió guardar silencio el resto de la canción, pero Casildo no estaba dispuesto a permitirlo.

– ¿No me dices nada? –Insistió Casildo-.

La Guachita persistió en su silencio.

– Muy bien, entonces voy a hablar yo. Hoy, estás más bonita que nunca, y quiero que sepas que desde guache estoy enamorado de ti.

Después de lo ocurrido con Pablo Emilio, me fui del pueblo y prometí no volver, pero tu recuerdo y las noticias que recibía de ti, de parte de Gabino y José Luis, me obligaron a retractarme y aquí estoy. Vine a pedirte que seas mi novia. ¿Qué dices? ¿Aceptas?

– ¡Nunca, primero muerta que ser tu novia! –Manifestó Amaranta-.

– ¿Segura? Porque, te voy a dar gusto. Si no vas a ser mía, prefiero matarte y te juro que lo voy a cumplir, pero antes de hacerlo te haré sufrir mucho, cuando te enteres que maté a Pablo Emilio, para vengarme de lo que me hizo. ¿Qué dices, sigues pensando rechazarme?

Amaranta no quiso escuchar más a Casildo, le soltó la mano y lo dejó parado a mitad de la pista. Se encaminó al reservado, pero a nadie le comentó lo sucedido.

Al día siguiente, Tzirandi y Gilberto dieron por concluidas sus vacaciones y se despidieron de la familia. Carlos Augusto viajó con ellos.

Un día después, Amaranta ensilló a Churupitete y se fue a Tondoche, a visitar a su padrino. Durante el trayecto vio que una camioneta la rebasó, sin precaución. Estaba a punto de llegar y se sorprendió cuando vio que la puerta del falsete que daba al rancho, estaba cerrada. Se bajó del caballo para franquear el paso y en ese momento sintió una mano que le tapaba la boca y otra que la tomaba por la cintura. El equino se asustó y corrió hacia la casa principal del rancho.

Amaranta fue arrastrada, hacia un lado de la vereda, junto a una cueramera, donde estaba estacionada la camioneta que la había rebasado minutos antes.

Mientras tanto, Churupitete llegó relinchando al rancho y eso llamó la atención de don Ernesto, que enseguida comprendió que algo le ocurría a su ahijada, así que fue por su pistola y un machete. Enseguida, montó al caballo de Amaranta y fue en su busca.

– ¡Llévame rápido con tu ama, bonito! –Le ordenó a la bestia-.

En la cueramera, Amaranta era insultada por su agresor.

– ¡Ahora sí, putita, me las vas a pagar todas! –Le dijo Casildo, con el rostro transformado por la ira-.

– ¡Casildo! ¿Qué te pasa? ¡Yo no te he hecho nada!

– ¡Cómo no, me rechazaste!

– ¿Y ése es motivo suficiente para que me maltrates?

– ¡Sí, porque sólo de esa manera vas a ser mía!

– ¡Ya te dije que primero me matas!

– ¡Pues allá tú, si te opones te va a llevar la tiznada! No vas a ser el primer muerto en mi conciencia.

Casildo dio por concluido el diálogo y se acercó a Amaranta. La abofeteó y le rompió el vestido. Ella se defendía como podía, al mismo tiempo que pedía auxilio a gritos. Don Ernesto escuchó la voz de su ahijada y descendió del caballo, con la pistola en la mano. Al descubrir a la jovencita y a su agresor, amartilló el arma y gritó:

– ¡Déjala, infeliz o te mato!

Casildo se volteó sorprendido y, al ver la actitud de don Ernesto, tuvo que soltar a Amaranta, quien corrió al lado de su padrino, llorando sin poder contenerse, con la ropa hecha jirones, el corazón asustado y el alma en zozobra.

– ¡Vete, no te quiero matar, pero si te vuelves a acercar a mi ahijada, no te daré otra oportunidad!

Casildo se alejó y con una mirada cargada de odio, le hizo una promesa a don Ernesto:

– ¡Acabas de cometer el peor error de tu vida, Ernesto! Al dejarme vivo se acabó tu tranquilidad, en el momento menos pensado voy a venir a matarte.

– ¡No te tengo miedo, si me buscas, me vas a encontrar y te juro que será lo último que hagas!

Casildo se subió a la camioneta y soltó una carcajada siniestra, antes de arrancar.

Don Ernesto abrazó a su ahijada.

– ¿Cómo estás, princesita? ¿Qué te hizo ese desgraciado?

– Sólo me golpeó un poco, padrino. Estoy muy asustada, pero bien. Vamos al rancho.

– Sí, vamos.

Don Ernesto atendió a su ahijada hasta que la vio recuperada y luego la llevó con doña Magdalena, a quien le contaron lo sucedido. Decidieron ir al ayuntamiento a denunciar los hechos. La policía municipal buscó a Casildo, pero les informaron que lo habían visto abandonar el pueblo, a toda prisa.

El señor Ruiz se quedó mucho rato con Amaranta, hasta que llegó Luis Pedro. Antes de regresar al rancho, conversó con su ahijada:

– Princesita, ya me habías prometido que no ibas a ir sola a Tondoche. Tienes que cuidarte.

– Nunca creí que iba a ocurrir lo sucedido, padrino. Desde que me regaló a Churupitete voy prácticamente todos los días a verlo, sola, y nunca había pasado nada.

– Tienes razón, pero después de hoy debes cuidarte mucho más. Casildo es muy peligroso porque es un cobarde. Yo no sabía que ya te había amenazado, de lo contrario, hubiera tomado otras medidas.

– Usted también debe tener cuidado.

– Por mí, no te preocupes. Voy a poner vigilancia en el rancho y a estar muy alerta siempre. Prométeme que tú también lo harás y que me contarás cualquier cosa rara que veas.

– Prometido. Gracias, padrino.

– Hasta mañana, princesita.

 

Amaranta suspendió sus recuerdos y se dispuso a arreglarse para comer con Pablo Emilio.

Un poco antes de las tres de la tarde, salió en su vehículo, con rumbo a La Calera. Su belleza lucía mucho con la ropa que eligió ese día: un vestido vaporoso, de tirantes, un rebozo y huaraches, todo en color blanco. Además, se colocó una flor de mariposa en la oreja derecha. Quería gustarle a Pablo Emilio, aunque ya sabía que él estaba fascinado con su forma de ser y con su hermosura.

Al arribar al negocio de Rosy y Margarito, Pablo Emilio ya la esperaba, con una sonrisa plena, el corazón enamorado, el alma convencida y una rosa roja en la mano. Fue por ella para abrirle la puerta de la camioneta.

– ¡Hola, preciosa! ¡Qué hermosa te ves! –Dijo, a modo de saludo-.

– ¡Hola, guapo! –Contestó Amaranta-. ¿Cómo estás?

– ¡Feliz de verte y ansioso de tenerte en mis brazos!

– ¡Pues, adelante, soy toda tuya!

Se besaron apasionadamente y luego se fundieron en un abrazo amoroso. Tenían dos días sin verse, pero para ellos era una eternidad. La relación que sostenían vivía su mejor momento, ése que no admite separaciones ni horarios y lugares para manifestar el sentimiento que los une.

Comieron mojarras y bebieron cerveza todo el rato. No dejaban de verse y de acariciarse, el amor se les escapaba por cada poro de la piel y contribuía a mejorar el ambiente. Una vez que el apetito de ambos quedó satisfecho, se subieron a sus vehículos y se dirigieron a la casa de Amaranta. Faltaba atender el corazón y el alma, pero para ello estorbaban los testigos.

Ingresaron a la casa y Amaranta se fue a poner música, mientras que Pablo Emilio abría una botella de vino tinto. Casi enseguida se escuchó la voz de Martín Ortiz, que cantaba el corrido de Darío Prieto.

Pablo Emilio se acercó a Amaranta y la abrazó por la espalda, luego empezó a besarla y acariciarla, sin prisa y con método. Ella le dejó hacer, le encantaba su trato y la forma en la que le demostraba su amor. A pesar del tiempo que tenían de novios, casi cuatro años, la unión física no se había consumado, porque él no la veía convencida de dar ese paso, algo le impedía decidirse y Pablo Emilio no deseaba imponerle nada, todo tenía que ser espontáneo. Esperó pacientemente, pero días atrás le había pedido que fuera su esposa. Aún no recibía respuesta.

– ¿Entonces, qué, te vas a casar conmigo? –Preguntó Pablo Emilio-.

– No lo sé.

– ¿Qué te detiene? ¿No me amas?

– Sí, bien lo sabes, pero necesito saber algo antes de darte mi respuesta.

– ¿Qué necesitas saber?

– No te lo puedo decir, todavía.

– ¿Hasta cuándo?

– De esta semana, no pasa.

– Oye, ¿existe la posibilidad de que no seas mi esposa?

– Siempre hay la posibilidad de cualquier cosa, pero créeme que sólo la muerte podrá impedir que me case contigo, éste ha sido mi máximo sueño y uno de los pocos que no se me ha cumplido, aún.

– ¿Es decir, que la respuesta va a ser positiva?

– Probablemente, ya veremos.

Después de Martín Ortiz, el mini componente reprodujo la voz de César Ochoa, que cantaba 50 cartuchos.

– Oye, preciosa, ¿no se ha sabido nada de Casildo?

– No, hace como un mes que no hay noticias de él. Lo último fue cuando golpeó a La Tarecua, el homosexual de Las Cagüingas. Casi lo mata y luego huyó, como de costumbre.

– No voy a estar tranquilo hasta que deje de molestarte.

– Vamos a cambiar de tema. Ya te he dicho que me provoca mucho miedo la simple mención de su nombre.

– No te preocupes, yo te voy a proteger.

– ¿Qué sientes por mí, Pablo Emilio?

– Un inmenso amor, preciosa.

– ¿Estás seguro?

– Absolutamente y te lo demuestro cuando, donde y como quieras.

– ¿Desde cuándo me amas?

– Yo creo que desde siempre, aunque al principio no lo sabía y, por lo mismo, no lo quise admitir.

– ¿Cuándo fue eso?

– Antes de irme para Estados Unidos, cuando pensaba que estaba enamorado de Tzirandi.

– A mí me dijiste que la amabas, que era el amor de tu vida.

– Sí, lo creí mucho tiempo y no te voy a negar que me encantaba. Su belleza me traía loco, pero cuando me rechazó y, sobre todo, durante los años que viví fuera del país, entendí muchas cosas y concluí que lo mío era más deslumbramiento que amor. Cuando la razón parió esa verdad, fue un proceso doloroso y, al final, dicha certeza, me liberó de la confusión.

Para espantar la soledad, me involucré con muchas mujeres, todas eran pretextos para desintoxicarme, pero hubo una que se encariñó mucho conmigo, Priscila, la gringa que viajó a mi lado a Zirándaro y con la que viví unos meses, que fue cuando descubrí que el hijo que iba a tener no era mío, como me había jurado para que la aceptara como pareja. Además, nuestras formas de ser tenían muy poco en común, así que lo nuestro no fructificó y era lógico, porque nuestra relación nació muerta, sin futuro.

Cuando llegué a Zirándaro, después de veinte años, me dio pena buscarte y te volví a ver un día, en el jardín. Estabas preciosa y te veías feliz. Fortunato Cárdenas te llevaba del brazo, alguien me había dicho que era tu novio y que se iban a casar. Al verme, te desprendiste del brazo de tu acompañante y me abrazaste muy cariñosa, pero, al presentarte a Priscila como mi mujer, guardaste la alegría y la distancia.

– ¿Por qué nunca escribiste a tu familia? –Interrumpió Amaranta-.

– Porque no pensaba regresar y quería que me olvidaran. Yo iba a hacer lo mismo, olvidar al pueblo y a su gente.

Cuando descubrí las mentiras de Priscila, le pedí que se fuera de mi vida y así lo hizo, días antes descubrí que yo era estéril. Para entonces, agosto de 1995, ya estabas comprometida con Fortunato.

A continuación, la voz de Ibeth Pineda inundó el ambiente con La Rogona, canción de su autoría.

– Nuestro pasado común –agregó Pablo Emilio-, venció fácilmente mi resistencia a buscarte y poco a poco reanudamos la relación amistosa. Ambos nos dimos cuenta que lo nuestro era un sentimiento en reposo.

En 2004, me casé con Lorena, una mujer buena y lo hice porque lo nuestro no tenía futuro, eras una mujer ajena. Quería estar cerca de ti. Tuve un matrimonio apacible y para mí eso era suficiente. Respeté y traté muy bien a mi esposa, ella no tenía la culpa de mis insuficiencias sentimentales y del amor frustrado que me inspirabas, porque fue cuando descubrí que te amaba y que aspirar a ti era uno más de mis sueños inalcanzables. Clausuré la entrada a mi corazón, únicamente la salida estaba habilitada.

Lorena murió, después de vivir seis años a mi lado. Le guardé luto un año a su memoria y, a partir de 2011, me dediqué a conquistar tu corazón, para pedirte que te casaras conmigo, porque tú también eras libre, la muerte, rompió tu vínculo matrimonial con Fortunato.

La conquista fue un proceso delicioso y, a decir verdad, sencillo, porque tú así lo permitiste. Dijiste que no había mucho de que convencerte, que me conocías muy bien y que, quizá, las resistencias para ser pareja y terminar la vida juntos, provendrían de mí.

Adujiste tu edad para hacerme desistir, pero a mí eso era lo que menos me importaba. A tus 50 años eras una mujer en plenitud, para mí, lo más importante eran la caricia de tu mirada, los frutos de tu boca amorosa y la magia de tu personalidad cautivante. Por si fuera poco, tu belleza física le había ganado la carrera al tiempo, seguías siendo la mujer más hermosa de la región, la Guachita Bonita.

De igual forma, en tus tibios intentos de alejarme de ti, mencionaste que ya no me ibas a poder dar hijos y yo contesté que no me importaba, que era una lástima, porque los seres bellos como tú están obligados a parirle hijos a este mundo, para contribuir a mejorarlo, a embellecerlo.

Finalmente, comentaste que quizá algún aspecto del pasado de ambos podría impedir nuestra unión y yo lo negué enfáticamente. Tu pasado era cosa tuya y, excepto que quisieras retrotraerlo, para mí estaba enterrado. Por mi parte, no existía nada que temer, era un hombre sin historia.

En ese momento, la voz de Rosy Alvear cantaba Voy a soñar despierto, melodía compuesta por Theobaldo González Alvear.

– En 2011 –prosiguió Pablo Emilio-, nos hicimos novios y, a partir de ahí, tu amor me ha hecho inmensamente feliz. Eres la mujer que supuse y más, mucho más. Por eso quiero casarme contigo y terminar la vida a tu lado.

Amaranta lo abrazó y lo besó. Las palabras de Pablo Emilio confirmaban que la amaba, como se lo gritaban sus actos cotidianos.

La Guachita se incorporó, tomó de la mano a Pablo Emilio, le subió el volumen al aparato electrónico y condujo a su novio a la recámara, en la planta alta.

– Ven, quiero dormirme en tus brazos –le dijo-.

Se durmieron mientras escuchaban cantar a La Bolera y la banda Citlali, que interpretaban Acá entre nos.

*****

Pablo Emilio se retiró de la casa de Amaranta a las diez y media. Por su parte, La Guachita se acomodó en un sillón en la terraza, dirigió la mirada al cielo zirandarense estrellado y envió su pensamiento al mes de febrero de 1976, al día 15, para mayor precisión.

En esa fecha llegaron al pueblo Tzirandi, Gilberto, Carlos Augusto y sus padres. Iban a pedir la mano de la hija mayor de doña Magdalena. La petición se hizo por la noche, en una cena en la que estuvieron presentes los integrantes de la familia Pineda González, don Ernesto, Dalia, obviamente el novio y sus padres. La mano fue concedida y la fecha de la boda se fijó para el 15 de marzo, en la ciudad de México. Tzirandi estaba feliz y ello contagiaba a sus seres queridos.

Don Ernesto se encargó de transportar a la familia Pineda González y a Dalia, al Distrito Federal, para asistir a la boda de Tzirandi. Fue un evento muy bonito y emotivo, la belleza de la novia no tenía parangón en la historia de la iglesia donde se casaron. La zirandarense era un sol y su sonrisa transmitía la certeza de un destino feliz.

Los desposados se fueron de luna de miel al puerto de Acapulco y los zirandarenses retornaron a su pueblo.

Una vez en casa, Amaranta se acercó a doña Magdalena.

– ¿Cómo te sientes, mami?

– Triste y contenta, ni yo me entiendo.

– Explícame, por favor.

– Estoy triste, porque ya se me empezaron a casar los hijos y contenta porque tu hermana se veía feliz. Además, creo que Carlos Augusto es un buen hombre, que la quiere mucho. Gracias a Dios, nunca le pasó nada a tu hermana estos años en el Distrito Federal. Esa circunstancia siempre me tuvo preocupada, hoy, ya puedo descansar en ese aspecto. Y tú, hijita, ¿ya tienes novio?

– No, mami y no se ve pa´ cuando.

– ¿Sigues pensando en Pablo Emilio?

– Sí, no me lo puedo sacar del pensamiento.

– ¿No te ha escrito?

– No, ni a su familia.

– ¡Qué raro, yo estaba segura que nunca se iba a ir del pueblo!

– Yo también.

– ¿Y no tienes algún prospecto, hijita?

– No, mami, aunque hay hartos tiradores.

– Ya llegará, ya llegará.

– No me corre prisa y a mí el que me interesa anda en Estados Unidos.

– Espero que tú también te cases y que Dios me dé licencia de estar ahí.

– ¡Por supuesto que ahí vas a estar!

– No te creas, no me he sentido bien.

– ¿Qué te pasa?

– Tengo dificultad para respirar.

– ¿Por qué no me habías dicho?

– Para no preocuparte. Ya fui a ver a Marcelo Pineda y me dijo que es el corazón, que me hiciera unos estudios.

– ¡Pues vamos a México, para que te los hagas!

– No tenemos dinero, hijita.

– ¡Pues lo conseguimos!

– ¿Con quién?

– De eso yo me encargo. Se lo puedo pedir a mi padrino, a Tzirandi, que Luis Pedro lo consiga o vendo a Churupitete.

– No, hijita. Te voy a proponer algo.

– Dime.

– Si me vuelvo a sentir mal, te lo digo y nos vamos a México.

– ¿De veras?

– Sí, te lo prometo.

– Conste, ¿eh?

Doña Magdalena contestó con una sonrisa falsa. Amaranta la besó y la abrazó hasta que la madre protestó:

– ¡Basta de tanto besuqueo, vamos a ponernos a hacer la comida! ¿Qué quieres comer?

– Un plato de combas y queso fresco.

– Muy bien, ve a cortar epazote al patio.

A finales de marzo, Luis Pedro se despidió de su familia. Se iba a vivir a la ciudad de México, porque el diputado federal por el Distrito de Tierra Caliente, lo había invitado a formar parte de su equipo de trabajo.

A doña Magdalena, la noticia le produjo sentimientos encontrados,  al igual que la boda de Tzirandi. Estaba contenta porque la invitación del diputado representaba una magnífica oportunidad para el futuro de su hijo, pero, al mismo tiempo, le causaba tristeza que el primogénito, su apoyo, se le fuera tan lejos. Le dio miedo el futuro y lloraba a escondidas.

El día que se fue Luis Pedro, don Ernesto conversó con doña Magdalena y con Amaranta:

– Comadre, las invito a pasar unos días al rancho, para que no estén solitas. Yo ahorita no me puedo alejar de Tondoche, por eso les digo que se vayan para allá. ¿Qué dice?

– Gracias, compadre –contestó doña Magdalena-. Aquí nos vamos a quedar, no queremos dar molestias.

– Ustedes no molestan, comadre. Vámonos unos días, no más.

– No, gracias. No hay necesidad.

– ¿Segura?

– Sí.

Don Ernesto volteó a ver a su ahijada en busca de apoyo, pero ésta alzó los hombros en señal de impotencia o resignación.

– Muy bien –agregó el compadre-. Entonces, díganme si necesitan algo.

– No, gracias compadre. Todo está bien.

Don Ernesto se despidió y Amaranta lo acompañó a la puerta.

– Toma, princesita –dijo don Ernesto, mientras le entregaba una pistola a su ahijada-.

– ¿Para qué es?

– Para que se defiendan ahora que están solitas. ¿Sabes dispararla?

– Sí. ¿Cree que sea necesario?

– Espero que no, pero si se requiere, utilízala sin miedo.

– De acuerdo.

Se despidieron con un beso y un abrazo. Acto seguido, Amaranta fue al ropero a guardar la pistola, ante la mirada asustada de su madre.

Un día después, cerca de la medianoche, doña Magdalena y Amaranta fueron despertadas por unos ruidos. La jovencita se levantó, encendió la luz y se encaminó a la puerta.

– Voy a ver qué pasa, mami. Debe ser un gato.

– Ten cuidado, hijita.

Al abrir, Amaranta se topó con dos hombres jóvenes, que cubrían sus rostros con paliacates.

– ¿Quiénes son ustedes? –Preguntó, asustada-. ¿Qué quieren?

– Somos amigos y venimos a visitarte.

– ¡Lárguense de aquí o llamo a la policía!

Doña Magdalena escuchó los gritos y se dirigió rápidamente al ropero.

– Nadie te va a escuchar, así que vas a hacer lo que te digamos o matamos a tu mamá.

– ¡Ya los reconocí por la voz, son Gabino y José Luis! ¿Qué quieren?

– Que te quites la ropa y si no quieres que le pase algo a tu madre, no le vas a decir a nadie que estuvimos aquí.

– ¡No me voy a desnudar!

– Entonces, vete por la vieja, José Luis –le dijo uno de los embozados al otro-.

– ¡No, deténganse! Haré lo que me piden –aceptó Amaranta-.

– Muy bien, así me gusta.

Amaranta comenzó a despojarse de la bata de dormir, cuando apareció doña Magdalena, con la pistola en la mano.

– ¡Alto ahí, dejen a mi hija en paz o disparo!

Los intrusos se sorprendieron momentáneamente, al ver a la señora armada, pero intentaron intimidarla.

– ¡Ja, ja, ja, usted no tiene valor para disparar, viejita! –Comentó uno de los hombres-.

Doña Magdalena disparó al aire.

– ¡Para que vean que hablo en serio! –Agregó la señora González-.

– Ya nos vamos, pero luego volveremos y las cosas van a ser muy distintas.

Los jóvenes se brincaron ágilmente la barda y huyeron, impulsados por su cobardía.

Amaranta vio que su mamá se iba a desmayar y alcanzó a detenerla antes de que cayera al piso. Después de acostarla en el suelo, fue a la puerta, la abrió y gritó para pedir ayuda. Los vecinos llegaron de inmediato y alguien fue por el doctor, pero ya no pudo atender a doña Magdalena. Murió de un infarto fulminante.

A partir de ahí, los eventos se sucedieron rápidamente para Amaranta y su mente no registró algunos hechos. Lo único que recordaba era su dolor infinito, la presencia constante de su padrino a su lado, que sus hermanos llegaron al sepelio y que se quedaron una semana con ella.

– Hermanita –le dijo Tzirandi-. Vente a vivir con nosotros a la ciudad de México. Te vas a quedar muy sola aquí.

– No, gracias, hermanita. Quiero terminar la Secundaria, ya falta poco y no estoy sola, mi padrino está conmigo.

– ¿Estás segura? –Reviró Tzirandi-.

– Totalmente, no se preocupen por mí. Voy a estar bien.

Dos días después de la muerte de doña Magdalena, aparecieron en la plaza los cadáveres de Gabino y José Luis. Tenían un letrero que decía: “Para que aprendan a respetar a la mujer ajena”.

 

Amaranta interrumpió sus evocaciones y lloró al recordar la muerte de su madre. Nunca se sintió tan sola como cuando ella se fue, afortunadamente, su padrino estuvo ahí, segundo a segundo y haciendo todo lo que ella le pedía, incluso aquello en lo que él no estaba de acuerdo. La muerte de doña Magdalena cambió el rumbo de la vida de La Guachita. Jamás volvió a ser la misma. Su alegría dejó de ser absoluta.

Se refugió en su padrino, más que nunca, incluso se fue a vivir mucho tiempo a Tondoche, al concluir el novenario. Las dos primeras noches en el rancho, los peones le dijeron a don Ernesto que alguien andaba merodeando. El señor Ruiz les ordenó que buscaran bien hasta dar con el intruso o intrusos y que no descuidaran la vigilancia.

Al día siguiente, por la tarde, Amaranta le comentó a su padrino que iba al río a bañarse.

– No, princesita, mejor báñate en la casa –le sugirió don Ernesto a La Guachita-. Además, ya se va a meter el sol.

– Tengo ganas de nadar un rato, padrino.

– No vayas, puede ser peligroso, princesita. ¿Quieres que vaya contigo?

– No es necesario, no pasa nada, padrino y para que esté tranquilo me voy a llevar a una guacha. ¿Está bien?

– Pues no estoy de acuerdo, pero, ándale pues. Con cuidado, cualquier cosa, me avisan.

– Sí, padrino. Al rato venimos.

Amaranta le dio un beso a don Ernesto y luego se fue al río. El señor Ruiz la siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. No quería incomodar a La Guachita con su presencia, pero estaba intranquilo, así que le pidió a una de las molenderas que fuera a cuidar a su ahijada.

A los pocos minutos, don Ernesto escuchó los gritos de la molendera:

– ¡Patrón, patrón, Casildo se quiere llevar a la niña Amaranta!

Don Ernesto fue por el rifle y luego corrió hacia el río. A la distancia vio a la niña que acompañaba a Amaranta tirada en el suelo, mientras que Casildo pretendía desnudar a La Guachita, así que disparó al aire, para intentar detenerlo, pero, en esa ocasión, Casildo iba armado, llevaba una pistola y con ella apuntó a la cabeza de la jovencita, mientras se cubría con su cuerpo.

– ¡Alto ahí, vejete! –Amenazó Casildo-. ¡Si no quieres que mate a tu ahijada, tira el rifle!

Don Ernesto se acercó un poco más a la pareja, mientras le apuntaba con el rifle a la cabeza de Casildo.

– ¡Quieto viejo, te dije que hicieras alto! –Reiteró la amenaza Casildo-.

– Pues aquí nos vamos a morir todos, Casildo, porque no pienso tirar el rifle.

Casildo dudó momentáneamente al oír las palabras de don Ernesto, pero enseguida recuperó el aplomo.

– ¡No creo que quieras que mate a tu ahijada!

– No, no quiero, pero tampoco creo que quieras morirte sin conseguir lo que buscas –replicó don Ernesto y le señaló a Casildo a los trabajadores del rancho, que estaban a unos metros, armados y dispuestos a intervenir en cuanto se los indicara su patrón o cuando vieran que era necesario hacerlo-.

Casildo se dio cuenta que sus planes se iban a frustrar una vez más, así que veía para todos lados, en busca de una vía para escapar.

Para convencer a Casildo de que estaba dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias, don Ernesto alzó la voz:

– ¡Muchachos, si este tipejo le hace algo a mi ahijada, quiero que lo maten como a un perro! Acérquense poco a poco, yo voy a hacer lo mismo, que no se vaya a escapar.

Casildo se vio acorralado, así que jaló a Amaranta  hacia el río, luego la aventó con fuerza al piso y se adentró en las aguas. Don Ernesto corrió a levantar a su ahijada, quien se había desmayado. En ese momento, el señor Ruiz sintió la quemadura de un plomo en el brazo izquierdo, producto de un disparo que Casildo hizo, con la firme intención de matar a la jovencita. El padrino y sus trabajadores dispararon en contra del agresor, pero éste desapareció en la profundidad acuosa, al amparo de la obscuridad que comenzaba a cubrirlo todo.

Don Ernesto desdeñó el dolor y el sangrado de su herida y se dedicó a cubrir con la camisa el cuerpo semidesnudo de su ahijada, debido a que el vestido había sido roto por Casildo. La cargó hasta el rancho y la depositó en la cama que ella ocupaba. Le puso una sábana encima y ordenó que le prepararan un té de muicle a Amaranta, para que se lo tomara una vez que recuperara el conocimiento.

Mientras tanto, una de las molenderas revisó la herida de su patrón y vio que sólo había sido un rozón, así que la limpió, le hizo una curación y le colocó el brazo en un cabestrillo.

Al volver en sí, La Guachita lloró copiosamente, temblaba al recordar lo ocurrido y más cuando se percató de la lesión de don Ernesto.

– ¡Padrino, padrino, ese tipo estuvo a punto de abusar de mí y de matarlo!

– Sí, princesita, pero no lo consiguió. Yo no lo voy a permitir.

– ¡Pero, usted no puede vivir detrás de mí! ¡Sentí que me iba a llevar con él! ¡Tengo mucho miedo de que regrese y consiga sus propósitos, es decir, violarme y matarlo a usted!

– Tienes razón cuando dices que no puedo vivir detrás de ti, pero si yo no estoy a tu lado, alguien de mi confianza te va a cuidar. Debes saber que le disparamos a Casildo y no sé si le dimos o no. Si no está muerto, lo va a pensar mucho para volverlo a intentar y ahí estaré yo, si Dios me da licencia.

– Ahorita estoy muy asustada al darme cuenta de todo lo que pudo haber pasado, pero con el transcurso de los días recuperaré la objetividad y voy a pensar en hacer algo para que Casildo no se salga con la suya. Por lo pronto, ¡no me deje sola!

– Aquí voy a estar. Ya di instrucciones para que se quede una de las señoras contigo.

– ¡No, quédese usted conmigo!

– Está bien. Ahorita regreso, voy a pedir que traigan otra cama.

– ¡No, no se vaya, duérmase conmigo, no me deje!

Don Ernesto se acostó al lado de su ahijada.

– ¡Abráceme, padrino! –Urgió Amaranta-.

Don Ernesto rodeó el cuerpo de su ahijada con el brazo sano. Ella se recostó en el pecho de su padrino y éste le cantó al oído, hasta que se durmió.

Amaranta retornó de su viaje al pasado y se dispuso a dormir. Mientras se lavaba los dientes no pudo evitar evocar fugazmente el camino que tomó su vida después del ataque frustrado de Casildo. Se desnudó, se cobijó y poco después, dormía profundamente.

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